En Grandas de salime, a 23 de junio de 1997
Hace unos
50 años los niños eran bautizados a los pocos días de nacer. Era tal la premura
que, en algunos casos, no se esperaba ni tres días para acristianar al infeliz
pagano, que nada tenía que ver con la manzana que se comiera, en cierta
ocasión, la casquivana y fogosa Eva.
No estoy
muy seguro, pero creo también recordar que no se ungía, con el mismo celo, a
las clases más desprotegidas, aunque desprotegidos estábamos todos en mi
pueblo.
Qué gran
acontecimiento era, por aquel entonces, el bautizo de un niño. Controlábamos
todos los partos de la
Parroquia. Aunque entonces los niños venían de Paris, en el barrio del Ferreiro,
bien fuese por precocidad, bien por ser de barrio marginal, no nos creíamos la
versión que nos daban nuestros mayores.
Se
oficiaba el Sacramento del Bautismo, casi siempre, en semana y por la tarde, en
la hora sexta, es decir, desde que el Sr. Cura dormía la siesta. Casos había,
del niño rico, que era bautizado después de la dominical Misa de Doce.
Se hacía
necesario conocer de antemano quién apadrinaría en la fe cristiana al infiel.
Si era desprendido, y nos parecía rico, estaba asegurado el éxito del
acontecimiento, pues como del cielo caídos, habría caramelos, perrones, perrinas
y hasta pesetas en algunos casos.
Nos
agolpábamos en derredor de la pila bautismal, de tal manera que Antón, el
sacristán, también repartía coscorrones con profusión
Después de
que el cura obligara al padrino a repetir los “fiden” de rigor, y que no le
obligaba de palabra porque no sabía latín, pasaba a la sacristía el padre
putativo en materia religiosa y moral, para firmar lo que había jurado en la
jerga del oficiante.
¡Qué larga
se hacía aquella espera! ¡Qué griterío a la puerta de la Iglesia!. Griterío
directamente relacionado con el tamaño de la bolsa de los caramelos, siempre
custodiada por algún familiar del recién acuñado cristiano. Reyertas y luchas
para defender el puesto más cercano a la puerta por donde debía aparecer el
padrino. Puestos defendidos con audacia y que, a veces, los frustraba éste
saliendo por la puerta lateral.
Una vez
que el padrino lograba calmar aquella algarabía, comenzaba a tirar los
caramelos a grandes puñados. Ora a la diestra, ora a la siniestra. Aquella dulce
lluvia nos hacía desplazarnos, cual alocado vendaval, delante del caprichoso
repartidor de las sabrosas golosinas, perronas y pesetas “rubias".
Si el
resultado de la recogida de aquel maná era satisfactorio, se daban vivas a los
padrinos. Solía ocurrir, en muchos bautizos procedentes de familias muy
humildes y por desgracia proliferas, que, lógicamente, no encontraban al
padrino acaudalado que pudiera permitirse el dispendio carameril. Entonces, de
forma despiadada e inocente, los niños coreábamos a voces: “bautizo, bautizo cagao, si cojo al niño lo tiro al tejao”. Sometíamos
al más humillante bochorno a aquellas, ya de por si, atribuladas familias, cuyos
hijos no traían precisamente un pan bajo el brazo.
Hubo
cierto niño que por negligencia, pasó de los cinco años sin haber sido
bautizado. Por su temprana edad podía creerse que su candidez y lenguaje
correspondía al del inocente y tímido pagano. Cuando el párroco procedió a
ungirle se sintió molesto, y al verterle agua bendita sobre su cabeza, dijo: -¡Hostia!,
Sr. Cura, ¡qué fría está!
Haxa salú
Dedicado a
José Luis Pascual, en compensación por el susto que pasó el día que se incendió
la Colegiata
de Grandas de Salime.