miércoles, 18 de agosto de 2010

Ferias de Maestros

Hace ya más de medio siglo había por costumbre en algunos pueblos o villas acudir a sus ferias o mercados, porque allí se reunían los maestros que se dedicaban a dar clase a los niños en las aldeas sin escuela. Éstos eran contratados según su valía o conocimientos, que tenían reconocidos por fama o por su larga experiencia. Lógicamente, aquellos más preparados cobraban más y no podían ser convenidos sus honorarios por aquellas aldeas que no reunían la suficiente pecunia para mejorar la calidad de la enseñanza, de aquella caterva que en el invierno acudía a la escuela, puesto que el resto del año ayudaba a las faenas agrícolas.

Eran estos maestros personas instruidas y con un gran saber popular, gracias a las cuales se enseñaba a leer, escribir, las cuatro reglas, historia, etcétera. Estaban también aquellos maestros que fueran represaliados después de la Guerra Civil y daban clases, incluso, durante todo el año, de forma un tanto anónima y consentida.

Fue una lástima que hayan desaparecido, tanto unos como otros; así como las escuelas que tanto costó construir, y aquellas del franquismo que provocaron el éxodo del los pueblos y el empobrecimiento cultural de los que en el campo se quedaron. Claro que un pueblo necio e inculto es más manejable. Pero esto no es todo, si comparamos aquellas «oposiciones» de la feria con el momento actual, que no opta a los mejores para cubrir la plaza de un museo cualquiera, en el que el saber popular es imprescindible.

Claro que ni yo sé casi nada y además soy un modesto diletante en materia de etnografía; el entusiasmo, a veces, me desbordaba.

Y veamos: la cocina en un museo está ligada y cohesionada con la nutrición de los miembros de la casa. Comemos los alimentos, cocinados o no, al margen del menaje que exista en la cocina, porque éstos nos sirvieron de medio para prepararlos y eran un referente que evolucionó con pocos cambios, al igual que los guisos. Por lo tanto, su estudio merece la misma atención que la olla, porque antropológicamente es un aspecto más del devenir biológico del hombre.

En el Museo Etnográfico de Grandas de Salime se tenían en cuenta estos aspectos, por eso, en él aparecen también piezas como el bacín, el dompedro, el perico, la bacinilla, la letrina o el retrete, porque comer conduce a excretar lo comido, que como dijo Quevedo: «Caga el rey, el cura y el Papa y sin cagar nadie pasa». Así que nadie se extrañe de que en dicho lugar se traten temas ligados entre sí, que otros ignoran y creen que están dirigiendo un museo. Por eso es conveniente explicarlo aquí, para que se sepa que si los fragmentos de la Campa de Torres estuvieran restaurados, no habría lugar para confundir una vasija para el «garun» con un canto rodado.

Como decía, en el museo se cocinaba, naturalmente. Se mataba el cerdo, se hacían los «roxoes» o fiesta de la matanza. Se cocían los cachelos con tocino, androlla, chorizo y se comía el botelo. Se hacía buen pan, igual se asaba un cordero que un cochinillo. Se celebraba la fiesta de Carnaval haciendo fillolos en la cocina. A estas celebraciones hay que añadir las fiestas del Santo Antón de Xaneiro y la de San Juan. Pero poco hacía falta para que surgieran otras, si un amigo aportaba las viandas y el vino para el ágape. En definitiva, eran actividades tan propias del Museo como hacer una tortilla con los huevos que ponían nuestras gallinas.

La actividad del Museo era tan natural que incluso pretendí recuperar la cocina tradicional. La cocina tal como cocinaban nuestras madres y abuelas, en las que no faltarían los ricos potajes, la carne asada con patatas, el arroz o las patatas con bacalao; además de aquellos suculentos y sencillos postres. La recuperación de la cultura tradicional, que es estrictamente aquella que surgió del desarrollo diario de toda actividad, no tiene que estar ligada a nuevos conceptos teóricos por una falta de visión personal o, lo que puede ser peor, caer en manos de engreídos burócratas con algo que manipular en las costumbres populares.

Y ahora sólo diré algo más: que los maledicientes dejen la estupidez aparcada cuando alguien, sin autoridad, les asigne un puesto, y sin meditar caen en el error de criticar las actuaciones de los demás porque no entienden nada.

Haxa salú.