sábado, 21 de diciembre de 2013

Melecina casera






19-01-2005
FORXA DE FERREIRO
“Melecina casera”

A medida que uno envejece cuesta más entender ciertas cosas que ocurren en este momento que llaman sociedad de progreso. Cuando yo era un niño (nací en 1942), las cosas no se puede decir que estuvieran bien, pero ahora, mirando aquellas fechas, desde la lejanía del tiempo, uno se pregunta si están bien en la actualidad.

En mi juventud era un gran adorador nocturno de Morfeo, sin embargo, mi culto a ese Dios no impedía permanecer en estado de vigilia las horas que hiciera falta, porque era un noctámbulo que nunca le llegaba la hora de acomodarse entre las sábanas. Trasnochar era un placer que sólo se convertía en martirio en la desagradable hora matutina, que obligaba al cuerpo a adoptar esa postura erecta con la que es más fácil caminar. El reposo de mi cuerpo en la cama llegaba casi a un estado de catalepsia, y de nada servían esos sonoros y molestos ingenios, inventados por una mente retorcida e insomne, que pueden destrozar el miocardio, con el  sobresalto que provoca al aletargado durmiente, la interrupción de su dulce sopor.

¿Por qué pasé de un pensamiento que me conducía a tiempos pasados, a decirles a ustedes que era un gran dormilón?. Muy sencillo: ahora no duermo, o duermo poco. Me priva del sueño estas locuras que cometemos todos. Soy un viejo asustado, además de decrépito; porque mis facultades no me permiten comprender qué ocurre.

En el barrio del Ferreiro, (antes Hospital), éramos, entre niños y niñas, 24 que, aunque harapientos y mal nutridos, jugábamos mucho. La falta de pañuelo, para enjugar nuestro secretor apéndice nasal, lo suplíamos con las cortas mangas de nuestras raquíticas prendas de abrigo.

Como pueden ver, el insomnio me torna pedante, pero sé que sabrán disculpar esta manera de convertir la cuartilla en folio con valor económico, que si no llega al bolso, al menos enriquece el lenguaje.

Decía que allí estábamos, en aquel marginal barrio, una caterva de mocosos. No recuerdo ninguno con alergias, -excepto la de ir a la escuela-.

A Leandro le intervinieron quirúrgicamente para extirparle el  apéndice cecal; a Joselo, que se había fracturado una pierna, se la enyesaron y como el prurito le molestaba, sacó con un alambre el algodón que había debajo de la escayola y así alivió el picor. Una prima mía también se fracturó una pierna. Antonio, un brazo al sobrepasar aquel improvisado trineo, el límite del muro, bajo el que había un desnivel de tres metros.

En el talón de mi pie derecho, entre la tibia y el tendón (mío, no de Aquiles), se clavó el diente de un  utensilio llamado “garrancho” empleado para cavar “cuito” (estiércol). Ese mismo pie se escaldó con agua hirviendo en la caldera de la cocina. En fin, pequeños accidentes que no impidieron que los varones fuéramos a la mili.

¿Cómo nos curaron? ¡Qué tontería!. Como no había hospitales, y los médicos cobraban, nos curaban en casa. Sí, sí, en casa. Bueno a mi prima la curaron en casa, pero fue un traumatólogo de Lugo, el que de redujo la fractura y la enyesó, teniendo como mesa de operaciones la del comedor de mi tía. A Joselo, le arregló el desperfecto el Dtor. Moreda, de Ribadeo. Creo que a Leandro también le rajara hasta el interior del peritoneo, para extraer aquella vermicular víscera, aquel polifacético galeno. A mí me dieron manteca; manteca de cacao, sobre aquel pie que había dejado la epidermis dentro del calcetín. Antonio, el esquiador, tuvo suerte que su padre no le rompió el otro.

¿Qué ocurre en al actualidad, con un hospital en Jarrio, otro en Cangas y lo de Luarca?. Que hacen otro nuevo en Oviedo. ¿Pensarán cerrar los del Occidente, porque ahora no hay 25 niños/as en el barrio del  Ferreiro de Grandas?.

¡Dios santo, qué locura!. ¡¿O estoy loco yo?!. No sé…no sé, pero me temo que todo se andará, cuando la guita no alcance.

Uno, dos, tres cuatro cinco, seis, siete....treinta mil corderos... ¿Dormiré?.

Haxa salú.

martes, 10 de diciembre de 2013

La amasadora del Museo de Grandas



Valdeferreiros es la capital de la parroquia de los Coutos, en Ibias. Allí, desplazándose como unos 600 metros al suroeste, se halla la casa de Perdigueira en la que adquirí una amasadora de la que contaré aquellos aconteceres que me llevaron a conocer el lugar y su estado.

Como es sabido, en el Museo Etnográfico de Grandas se realizaban todas aquellas actividades que un día fueron trabajos propios de esta comarca. Y digo esta comarca, aunque en realidad se llevaban a cabo en todo el país, y fueron desapareciendo paulatinamente, desde principios del siglo pasado. Resalto esto así, porque en las zonas rurales donde se conservó fue como medio de subsistencia, por pura necesidad.

Allá a finales de la década de los noventa y principios de este sacrificado siglo, se llevaron a cabo varias obras en el Museo. Entre ellas la construcción de un horno para cocer pan. Al principio, amasaba la harina con mis manos, pero a medida que mis vértebras lumbares (cuadriles) se resentían, pensé en recurrir a un medio mecánico para la labor. Anduve por diversos lugares,  según oía la existencia de viejas amasadoras. No recuerdo ahora la fecha en que una torrencial y desmesurada avalancha de piedras, árboles y agua provocaron que el regato de la curva, en San Antolín de Ibias, se llevara la pared de la panadería,  arrasando a su paso la parte delantera por la que salió el mobiliario, y creo que entre él, la amasadora, que,  aunque antigua, no lo era lo suficiente para ser instalada en el Museo, pero gracias a esas visitas se me facilitó la información sobre la que aquí nos ocupa. Ésta era de fabricación catalana, e igual en la forma pero de menor tamaño que la de la panadería de José Antonio. Podríamos hablar de aquel destartalado armatoste, pero nos desviaríamos del tema.

En el caserío de Perdigueira se hallaba la amasadora. A unos sesenta o setenta metros de la casa, en una finca semienterrada, se encontraba aquella máquina que después de un desilusionante reconocimiento, esperaba hacerla trabajar de nuevo. Al desmontarla para su restauración y funcionamiento, mostró que su columna central y algunas partes más estaban totalmente carcomidas por la sal que se añadió al agua de amasado durante tantos años. Entre esas partes  estaba el piñón de engranaje con la cuba de amasado. Estas anomalías o desgastes y su mal estado en general, a pesar de haber sido dotada con un nuevo piñón facilitado por Luis Otero Castaño, no permitieron un resultado satisfactorio. Por lo tanto, aquella amasadora marca Turu, fabricada por Juan Turu, en Tarrasa, pasó a formar parte de la exposición “virtual”, que en el muro del banzao [1]del molino, figura para mostrar algunos útiles de la elaboración del pan. Considero bien empleadas las cincuenta mil pesetas más el porte que hube de pagar por el inservible aparato que, aunque no cumple su función, sí es representativo.

Amasadora antes de la restauración.
Hoy, en el horno habilitado para este fin en el Museo, lo único que llegó a cocer fueron torpes ideas, pese a estar dotado de una buena amasadora donada por Miguel Álvarez Magadán.

Otro hecho que también debo resaltar es que el día que nos trasladamos a  ese lugar lo hicimos por la carretera-pista que va a Negueira de Muñiz, Lugo. El camión que usamos para tal fin, tenía instalada una pluma que prestó el servicio de elevar la campana hasta la espadaña, en la Capilla de la Virgen de la Vega, en Seira, cuyo oficiante religioso es el cura de la parroquia de Negueira y otras, Don Ramón, al que conozco y aprecio, y por lo tanto, me alegro de aquel momento coyuntural.

Otro dato, aunque da la impresión de que se juntan churras con merinas, es que en aquella casa había un gran hórreo, casi como una panera. Estaba este cubierto de paja, pero presentaba cierto estado de ruina. Ruina que no es de extrañar, pues su propietario se había dirigido a la Consejería de Cultura solicitando su traslado, dado que el lugar que ocupaba bajo la casa, en el que entre ésta y su emplazamiento (llámese pegollo), podía pasar el carro holgadamente, pero no así un tractor de gran tamaño. Así que aquel mueble estorbaba, pero Cultura, aplicando la torpe ley que prohíbe mover una sola paja, motivó el abandono del mismo. Con esto, y algo de tiempo, el deterioro haría paso suficiente. Espero que fuese sólo el tiempo, pues por accidente, la carga o la rueda de un aparato mecánico, podrían adelantar su calamitoso estado.

Se puede decir que el hórreo era portentoso, pero lo fue también el hecho que en su interior hallé, medio cubiertas de paja, cuatro colchas blancas con una modesta decoración. No es necesario decir que, auque  quedaron en la casa las mejores, yo me di por satisfecho al poder llevarme las otras dos como regalo de la propietaria, por haberles librado de aquel montón de chatarra, como denominaban la amasadora.

Al comenzar a describir los fondos recogidos en uno y otro lugar, recuerdo pequeñas anécdotas que, aún ahora, sentado a esta mesa desde la que escribo estos relatos, me emociona agradablemente el trato recibido de aquellas gentes que,  en algunos casos, de nada me conocían.

En la Porteliña solía parar un rato con Vicente, un gran artesano de la cuchillería, que además era el propietario del Mazo da Porteliña. Si visitabas el mazo, te dabas cuenta que allí trabajaba un artista, que completaba su arte con la conservación de aquel vetusto ingenio; que a pesar de su antigüedad, seguía golpeando el hierro. El retumbar de sus golpes no dejaba a nadie indiferente; parecían salir del centro de la tierra. En el taller que Vicente tenía en su casa, siempre te encontrarías con cuchillos, navajas y todo aquello que era propio de un buen ferreiro. La afabilidad de Vicente era extrema. Su delicada conversación en un tono siempre de voz baja. ¡Qué lástima cuando Vicente te contaba aquellos, para él, secretos del temple, no haber pasado allí más horas con aquel artesano! En fin, Vicente era un ser excepcional, y digo era , porque el hombre, debido a su longevidad, ha entrado en ese periodo senil y ya nada recuerda; aunque según su sobrino Cancelos, de Fonsagrada, todavía tiene esa pizca de picardía que lo caracteriza.

Vicente, tú para mí no eras: serás ese gran hombre del que se siente uno orgulloso de tratar.

Haxa salú







[1] Cubo

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Clásicos populares




Publicado en La Nueva España el 31 de julio de 2002

El día 14 de Mayo de 2002, me desplacé a San Antolín de Ibias para asistir a la “Semana de la Comunicación” y conocer personalmente a Dña. Araceli González Campa y su marido, D. Fernando Argenta. Hacía ya algo más de veinticinco años que yo escuchaba a estos dos personajes en ese querido, y casi diría íntimo, programa de radio que conducen de forma magistral: Clásicos Populares.

No entiendo nada de música clásica. Sólo sé que me gusta. Parece ser que según el estado anímico, ciertos fenómenos pueden embargarte de emoción, y quedas sobrecogido para toda la vida. Eso debió ocurrirme a mí con esta música, vedada para los que carecemos de formación, o nuestro embotado cerebro no llega a captar la belleza de esas melodiosas notas.

En cierta ocasión, cuando en Grandas de Salime aún no había bancos, (de los que con una caja fuerte vacía y sólo con el dinero ganan dinero, con usura como judíos), me personé en casa de un comerciante llamado Felipe para pagar una letra de cambio. El importe de aquel documento fiduciario era mayor que mis económicas posibilidades; por lo tanto mi estado nervioso era manifiesto. El corresponsal de la entidad –a la que no cito por razones obvias- debía estar harto de aplazar, aún más, mis “aplazadas” letras. Aquel día, antes de llamar a la puerta de su despacho, oí sonar música clásica a la que nunca había prestado atención. Después de hacer efectivo el importe parcial de la letra, le pregunté a Felipe, qué música era la que oía en su tocadiscos. Me dijo un nombre que parecía ruso, y que era un concierto para dos pianos.

Años después, Araceli y Fernando, contando de forma tan amena la biografía de los distintos compositores, y en algunos casos la tragedia de sus vidas, me aficionaron de forma definitiva a escuchar de cuatro a cinco de la tarde aquellos Clásicos Populares, que rompían la monotonía de mi tedioso trabajo en aquel taller de chapuzas varias. No es que me convirtiera en un entendido melómano, pero es la música que escucho a diario.

Encontrarme en Ibias, con esos dos personajes y que me fueran presentados por D. Luis Felipe Fernández García, Director del Centro Aurelio Menéndez, fue para mí halagador y emocionante. Tanto es así, que en mi viaje hacia el Centro donde se emitiría el conocido programa de radio, hice varias paradas para recoger flores silvestres, que la primavera nos brinda dadivosa, y se las ofrecí a mi platónica dama  junto con la más emocionada y cálida enhorabuena a esa excepcional pareja.

Hoy, desde este periódico, quiero darles de nuevo las gracias y recomendar a ustedes que sigan desde las 19 horas, esta entrañable música que nos ofrecen estos dos genios, porque descubrirán algo realmente impresionante.

Haxa salú.