viernes, 28 de diciembre de 2012

“Lugar: castañeiros de Piquín”



Cuando se presentó en el Club de Prensa de la Nueva España mi primer libro sobre Artes y Oficios, en el que figuraban los Potajes, Matanza del gocho y la Colada, me hizo cierto reproche Juaco López Álvarez, recién nombrado Director de Patrimonio. Dijo que en aquel trabajo debiera figurar el pan. No le faltaba razón. Lo que no expliqué en aquel momento es que ya tenía escrita la crónica sobre ese tema hacía varios años; pero con el paso del tiempo, me di cuenta que muchos de los trabajos estaban enlazados entre sí, por diversas causas.

Si consideramos que la vida del campesino fue ingrata en muchos aspectos, comer pan era el duro castigo bíblico que padeció su cultivo con estoicismo. Al escribir, hace tiempo,  la crónica titulada El cultivo del cereal, descubrí esos trece verbos de la primera conjugación y dos de la segunda que hacían el relato conmovedor, en cuanto al trabajo que ello conlleva. Siempre quedará algo que, por obvio, pasa inadvertido para el que conoce el tema. Sin embargo, no faltará quien crea extenso el asunto, si partimos de la aseveración que para hacer pan sólo necesitamos harina, agua, formento[1], sal y un horno lo suficientemente caliente donde cocer las hogazas. No se puede ser breve cuando los propios acontecimientos exigen esa prolijidad ineludible.

Hoy este relato pretende ir aún más lejos con otros temas que, aunque pueda parecerlo, no son inconexos entre sí, pues la fabricación de la axada[2] debe incluirse en primer lugar. Ésta es protagonista en el cultivo al cavar y renovar tierra que pasa de terreno inculto a colaborar en la manutención de aquellas depauperadas gentes.

Conozco algunas anécdotas de este hacer, que se convierten en desoladoras, habiendo conocido a sus protagonistas. Se omite el nombre por las razones que Usted, lector, sabrá entender.

En un pueblo del concejo no ha muchos años, vivía cierto hombre que trabajó denodadamente para mantener a su prolífica familia. Madrugaba y se iba a hacer la cavada. Por regla general, los montes que se dedicaban a este menester no solían estar cerca de los pueblos, por lo tanto, cavaba hasta la hora de comer; pero llegada ésta, nuestro abnegado campesino seguía su trabajo, porque sabía que su esposa no podía llevarle algo de sustento. Bastante tenía ésta con las labores de casa y con atender a sus innumerables hijos. Él cavaba y cavaba hasta caer extenuado. El sueño y el cansancio hacían mella, y se quedaba dormido largo tiempo. Cuando despertaba, ya bien entrada la tarde, iniciaba de nuevo la tarea y con insistencia emprendía aquel duro trabajo, hasta que los rayos del sol desaparecían en el horizonte. Así, la mayoría de los días, alternaba sus quehaceres con el de cavar la dura tierra. Resulta fácil entender que su alimentación era poco más que de subsistencia. Cierto día en el que había asistido a las exequias de un vecino de la parroquia, después del acto religioso, se hallaba con un grupo de vecinos en la cantina del pueblo en el que se había erigido la iglesia y el campo santo. Allí, entre convite y convite, consumieron un chorizo que se incluía en la ronda. Después de haber comido unos 4 ó 4, con sus correspondientes vinos, acordaron emprender la marcha a sus lugares de origen, diciendo al cavador:
-¡Bueno amigo será hora de irnos! Creemos que no querrás, a estas alturas, ayudar a comer otro chorizo. A lo que contestó:
-¡Otro no. Me comía yo solo media docena!
Dejó esto tan atónitos a sus amigos que dijeron casi al unísono:
-Por eso no quedes incómodo, los pagaremos entre todos.
Hete aquí, que nuestro improvisado Pantagruel, con inusitada voracidad, se engulló 6 chorizos más. Después de esto, salio la consabida frase de irse, sin el más mínimo comentario.

La humillación económica y “frugal” de nuestro personaje fue definitiva, así lo creían los patronos del ágape, pero dijo el tragaldabas:
-¡Parece que quedasteis incómodos! No os preocupéis; si hay que comerse medio litro de pingo a cucharadas, como sopa, allá lo paso al coleto.

Convencidos de que el hombre no podría con semejante potingue, y que al final caería vencido por el exceso, pagaron la manteca de cerdo, ligeramente calentada para ser consumida como el comensal pedía. Terminado el tercer acto de aquel proteínico banquete, fueron desapareciendo los anfitriones del escenario, del  que podía haber sido un asesinato o tragedia griega, sin recurrir a ponzoñosas semillas de tejo.

Quedó en el chigre el cavador, después de aquel mutis por el foro de aquéllos a quienes no preocupaba haber abandonado al prolífico padre de la familia que comía el pan que  cavaba en el monte.

De ahí salió y anduvo la primera legua con la incomodidad propia de la gran comilona. Pero después del primer pueblo por el que era obligado pasar, y sabiéndose amparado por la soledad de la noche, no pudo resistir más y cayó fulminado. Abatido por la ingestión desmesurada de aquellas proteínas que, con seguridad, lo conducirían a la muerte, llegó a un rincón de la senda y allí esperó el fatídico momento. Casi sin conocimiento, y pensando en sus hijos, su mujer y las dos ancianas que eran su madre y su suegra, esperó el fin de sus días.

¡Ah! Pero nadie se muere cuando cree llegado ese momento crucial de exhalar el último suspiro. Al haber ingerido tanta grasa, dio por entendido su final, pero se salvó porque su estómago rechazó aquel duro alimento y así, después de horas, emprendió de nuevo la marcha hacia su casa.

Conocí varios casos de estos, porque aquéllos que sufrieron hambre y un día comían, solían ser tragones. Si a esto añadimos las duras faenas del campo, y en particular la cavada, no son de extrañar los excesos de nuestro personaje.

No cabe duda que si empiezas un tema la cosa enlaza y así sigue lo de los tragaldabas.

El personaje que aquí figurará, hace años que falleció. Fue un gran amigo de mi padre. Fornido él y un gran maestro como ferreiro[3], pasaba a veces algunos días en la fragua de mi padre, ayudándolo en las labores propias de la misma. Recuerdos tengo de mi niñez de verlo en la cocina de lareira[4] del Ferreiro en las largas noches de polavila[5].

Lógicamente, las anécdotas que de él se describen son aquéllas de las que oí hablar, pues no fueron actos en los que yo estuviera presente. Sí sé que aquellos excesos le acarrearon una intervención quirúrgica que ocasionó la pérdida casi total de la víscera estomacal.

Vivió en Grandas de Salime. Trabajó en el salto del mismo nombre y más tarde, se fue a Avilés, donde falleció años después. Lo trataré como el “ferreirón” dada su corpulencia y pericia. Dicho esto, comencemos con sus peripecias alimentarías o curiosas ingestas, de difícil comprensión para estómagos delicados.

Cuentan que en una ocasión se comió una empanada de moscas. Parece ser que sus amigos se prestaron a cazar moscas y en una panadería de la localidad, y con el producto de esta afición cinegética, se le preparó la empanada. Pero no fue sólo esto. En tiempos no tan lejanos, las moscas eran compañeras de los habitantes de la casa. Esto no es extraño, ya que las cuadras con sus animales, convivían en los bajos de las mismas. El estiércol se amontonaba en los aledaños, y los orines y excrementos de todo origen, eran algo común en los pueblos. Esto dio  lugar a que en cierto comercio-cantina las moscas proliferaran como tales, y allí, un grupo de parroquianos asiduos del establecimiento y con los efluvios propios del vino, cazaron moscas hasta llenar algo más de la mitad del vaso del “ferreirón”; terminando de llenarlo de vino se lo pasaron al comensal, que dijo su repetida frase antes de tomárselo:
            -¡Probe del bicho que cae en la boca de otro bicho!

Hubieran ocurrido las cosas así o no, así lo transmito.

Se dice también que en el mismo establecimiento, tiempo después y en época estival, entró un murciélago. Era algo corriente en tiempos que dípteros y  otros insectos se acercaban a la “fuerte” luz de mortecinas lámparas, que no era mayor que la de un candil de queroseno, en la recién inaugurada red eléctrica. Los pequeños mamíferos voladores invadían los establecimientos, más o menos iluminados. Uno de ellos comenzó a sobrevolar a los contertulios. ¡Boinazo va y boinazo viene!, cayó abatido aquel antepasado de época diluviana que aún no se había desprendido de sus membranas interdigitales, y que se sustentaba de insectos voladores y le atraía la luz, o su cena. El golpe “pucheril” o “gorrazo” lo dejó exánime en el suelo, donde fue recogido por aquel fuerte “ferreirón” que dijo:
            -¡Agáchate compañero, que vas a pasar un túnel!

No me extrañaría que aquel acto fuera un truco del ferreirón. Estoy convencido que ni él se hubiera tragado un murciélago entero. Su habilidad era manifiesta y no es de extrañar que los testigos cerraran los ojos ante la escena que allí se representaba. Claro que esto no resta importancia a su inusual comportamiento; pero sí quiero resaltar aquí, que este hombre era inteligente, hábil y además, no se le puede tachar de botarate. Así que cualquier comportamiento era posible, ¡pero no torpeza!, aunque hubiera excesos.

Cuando se fue a trabajar a ENSIDESA, en Avilés, hubo otra pequeña anécdota que me parece oportuno anotar aquí. Después de una tarea, que ejecutaron los obreros, en cuya plantilla estaba el ferreirón, les pareció que aquel “triunfo” laboral merecía el brindis del desquite, y acordaron que uno de ellos saliese del recinto de la Empresa Nacional Siderúrgica, para traer consigo una damajuana de vino. Como cabe esperar, no podía ser otro el recadero que nuestro personaje. Así fue. Pero a la vuelta, con su garrafón de cuatro litros de buen vino peleón, lo pararon en el control de aquella en ciernes empresa de la futura ruina del país, y le prohibieron entrar con semejante carga de alcohol. Por más explicaciones que dio el porteador, y cuanto más justificaba su actuación, más duros se mostraban aquéllos que, años después, en ese mismo control, no les importaba salieran camiones cargados con toneladas de laminados de aquella ENSIDESA, que producía excedentes para los corruptos. ¡En fin!, íbamos en lo del vino. Hete aquí que adujo el ferreirón: ¡El garrafón no pasara, pero el vino sí!, y con las mismas,  se metió entre pecho y espalda los cuatro litros que la damajuana contenía.

Haxa salú.

En Grandas de Salime, a 20 de julio de 2012


[1] Levadura
[2] Azada
[3] Herrero
[4] Cocina de fuego bajo, lar.
[5] Reunión de amigos y vecinos

martes, 18 de diciembre de 2012

“Tener luces”

En cierto pueblo, al que llamaremos “Buscabroneiro” de no sé qué más, había un grupo de vecinos muy unidos, a los que cualquier cosa les ponía de acuerdo para defenderse entre sí. Eran algo parecido a los de Fuenteovejuna, pero más yuxtapuestos unos a los otros. Oséase, no había quién los venciera en la batalla común, porque iban todos a una. 

Tengo entendido que en una ocasión cuando no había luz eléctrica en el pueblo, fue por allí un técnico para decirles por donde iba a pasar la línea. Hete aquí que aquel tendido pasaba justo por encima de un castaño, propiedad del único que no vivía en el pueblo y era además la oveja negra de aquellos unidos vecinos. Era la parte discordante de aquel grupo que confirmaba la regla, o sea, era una excepción estulta y enrevesada. Tenía, al parecer, influencias hasta con la empresa eléctrica. Tanto es así, que se creía que dijeron por aquí va la línea, porque sabían que él no dejaría pasar. 

Fuera así o no, se reunieron los “buscabrones” y dijeron: 

-A este cabrón lo escornaremos.

Reunieron unos cuantos euros, digo duros, y compraron la voluntad del encargado de la cuadrilla de líneas. De esta manera, la línea en vez de recta, era un poco curva y evitó este arbolón de la familia de las cupulíferas. Al poco tiempo había luz en el pueblo, auque en la actualidad queden algunos sin ella. Hubo una gran celebración y bailaron felices, debajo del castañón. ¡Ah!, pero su enardecido ánimo los alentó, y urdieron la que podía ser la gran venganza. Unos pusieron el tronzador, otros el hacha, los de más allá lo afilaron, los de más “pacá” se turnaron tirando de los cabos del tronzador y los otros vigilaron, porque las noches oscuras se habían acabado con tanta bombilla. Así fue como el ciclópeo castaño, en un santiamén cayó, si haber tenido culpa de tener un mal propietario. ¡Bueno, creo que caería igual! 

Un caluroso día de sol aparecieron por el pueblo una pareja de la guardia civil, acompañados de gente del ayuntamiento, juzgado de instrucción y demás comparsa, amigos de los árboles (o del amo del castaño). Iban para indagar qué había pasado en el pueblo de los “buscabrones”. 

¿Se imaginan un pequeño pueblo donde la primera casa está a un kilómetro de la última? Pues después de un sofocante paseo de una casa a otra sin lograr la flaqueza de aquellos vecinos que estaban a la sombra, los acabaron llevando a la villa. Allí, en el juzgado, las mismas respuestas. 

 -¡Ay!, ia you nun sei nada. 

Así una y otra vez hasta que al final los dejaron marchar. ¡Pero como la justicia, aunque ciega, es muy ladina!, cuando bajaban la escalera dijo el juez a Don Eugenio: 

-Usted sabe algo más de lo que dice, Don Eugenio. 
-Es posible, señor juez, es posible, pero me lo callo. 

Por eso, “tener luces” siempre vale. 

Haxa salú

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Ecología

FORXA DE FERREIRO

Hace 60 años la ecología no era como hoy. 

Hoy mucho hablar del tema y sin embargo, si quiere usted saber lo que esa palabra significa, sólo tiene que dar un paseo por cualquier carretera del terruño. 

A la ida, las botellas de agua, los botes de bebida energética, cajetillas vacías de tabaco (en las que la marca queda casi anulada por aquello que el tabaco mata), algún que otro papelillo y otras cosillas que es posible, contuvieran chocolate y mala leche. A la vuelta, el espectáculo es parecido. Si hay espacio para aparcar, el vulgo para a comer y, salvo raras excepciones en las que el ciudadano y esposa recogen los envases vacíos, muchos abandonan todo “al ventestate”. Él o ella, ordenados, dejan el pañalito de su vástago bien doblado, con el producto de la ingesta y posterior evacuación, en la orilla, junto a la maleza de lugar. Otros pueden “olvidar” el paquete a la vista de todos. ¡Ah!, pero es fácil que usted vea también otros despojos de papel absorbente, que dan lugar a confundir lo que sólo fue menstruo, con los vendajes de una cruenta batalla. Así, poco a poco, su paseo se convierte en una incursión de los aledaños de un basurero. ¡Qué país!, que lo estamos convirtiendo en una cloaca. 

¡En fin!, lo que yo quería contarles es nuestra relación con el medio, que llega a extremos que, de verdad, da vergüenza pertenecer a este grupo del que dicen es racional. Porque hasta los irracionales nos dan ejemplo, si los miramos y tenemos en cuenta. 

Hay en Somiedo, en el pueblo de Pigüeces, una casa que llaman de Bibiana. En ella, no hace muchos años, vivía un grupo familiar que, como en todos los pueblos, era numeroso. El único varón, Manuel, al que todos llaman Lolo, me contaba lo ecológico que era su burro, asno, jumento, rucio, rocín o pollino, del que ahora no recuerdo ningún apelativo más. Era, al parecer, este rocinante de capa negra; quiero decir de negro color –aunque estos solípedos suelen ser grises- y largas y ligeramente caídas orejas. En fin, un pollín como todos que, para más señas, si no son mordiscones (que muerden) no son peligrosos. Éste tenía una gran peculiaridad: era tan respetuoso con el medio, que no se parecía a los humanos. Fíjense ustedes si era bien considerado con el paisaje, que después de comer Lolo en el campo le daba las sobras al pollino. El respetuoso borrico, se las comía y además, si las viandas habían sido envueltas en papel, no le importaba si el aséptico periódico estaba engrasado, pues lo ingería tan tranquilo; claro que, con estas buenas maneras, a veces se pasaba un poco. En cierta ocasión, cuando 100 pesetas eran 100 pesetas, nuestro jumento se las comió, mientras el vecino iba a un recado. Otra vez que venía cargado con avena, se quedó solo a la puerta del chigre mientras su amo tomaba un refrigerio, pues se zampó parte del saco y una buena ración de avena que se escurría por la abertura. 

¡Claro!, nosotros somos racionales o animales de veinte uñas, como dicen los portugueses y se decía aquí en Grandas.

Haxa salú 

En Grandas de Salime, a 20 de septiembre de 2012