Cuando se
presentó en el Club de Prensa de la Nueva España mi primer libro sobre Artes y
Oficios, en el que figuraban los Potajes, Matanza del gocho y la Colada, me hizo cierto
reproche Juaco López Álvarez, recién nombrado Director de Patrimonio. Dijo que
en aquel trabajo debiera figurar el pan. No le faltaba razón. Lo que no
expliqué en aquel momento es que ya tenía escrita la crónica sobre ese tema
hacía varios años; pero con el paso del tiempo, me di cuenta que muchos de los
trabajos estaban enlazados entre sí, por diversas causas.
Si consideramos
que la vida del campesino fue ingrata en muchos aspectos, comer pan era el duro
castigo bíblico que padeció su cultivo con estoicismo. Al escribir, hace tiempo, la crónica titulada El cultivo del cereal, descubrí esos trece verbos de la primera
conjugación y dos de la segunda que hacían el relato conmovedor, en cuanto al
trabajo que ello conlleva. Siempre quedará algo que, por obvio, pasa
inadvertido para el que conoce el tema. Sin embargo, no faltará quien crea
extenso el asunto, si partimos de la aseveración que para hacer pan sólo
necesitamos harina, agua, formento[1], sal
y un horno lo suficientemente caliente donde cocer las hogazas. No se puede ser
breve cuando los propios acontecimientos exigen esa prolijidad ineludible.
Hoy este relato
pretende ir aún más lejos con otros temas que, aunque pueda parecerlo, no son
inconexos entre sí, pues la fabricación de la axada[2]
debe incluirse en primer lugar. Ésta es protagonista en el cultivo al cavar y
renovar tierra que pasa de terreno inculto a colaborar en la manutención de
aquellas depauperadas gentes.
Conozco algunas
anécdotas de este hacer, que se convierten en desoladoras, habiendo conocido a
sus protagonistas. Se omite el nombre por las razones que Usted, lector, sabrá
entender.
En un pueblo del
concejo no ha muchos años, vivía cierto hombre que trabajó denodadamente para
mantener a su prolífica familia. Madrugaba y se iba a hacer la cavada. Por
regla general, los montes que se dedicaban a este menester no solían estar
cerca de los pueblos, por lo tanto, cavaba hasta la hora de comer; pero llegada
ésta, nuestro abnegado campesino seguía su trabajo, porque sabía que su esposa
no podía llevarle algo de sustento. Bastante tenía ésta con las labores de casa
y con atender a sus innumerables hijos. Él cavaba y cavaba hasta caer
extenuado. El sueño y el cansancio hacían mella, y se quedaba dormido largo
tiempo. Cuando despertaba, ya bien entrada la tarde, iniciaba de nuevo la tarea
y con insistencia emprendía aquel duro trabajo, hasta que los rayos del sol
desaparecían en el horizonte. Así, la mayoría de los días, alternaba sus
quehaceres con el de cavar la dura tierra. Resulta fácil entender que su
alimentación era poco más que de subsistencia. Cierto día en el que había
asistido a las exequias de un vecino de la parroquia, después del acto
religioso, se hallaba con un grupo de vecinos en la cantina del pueblo en el
que se había erigido la iglesia y el campo santo. Allí, entre convite y
convite, consumieron un chorizo que se incluía en la ronda. Después de haber
comido unos 4 ó 4, con sus correspondientes vinos, acordaron emprender la
marcha a sus lugares de origen, diciendo al cavador:
-¡Bueno amigo será hora de irnos! Creemos que no querrás, a estas
alturas, ayudar a comer otro chorizo. A lo que contestó:
-¡Otro no. Me comía yo solo media docena!
Dejó esto tan
atónitos a sus amigos que dijeron casi al unísono:
-Por eso no quedes incómodo, los pagaremos entre todos.
Hete aquí, que
nuestro improvisado Pantagruel, con inusitada voracidad, se engulló 6 chorizos
más. Después de esto, salio la consabida frase de irse, sin el más mínimo
comentario.
La humillación
económica y “frugal” de nuestro personaje fue definitiva, así lo creían los
patronos del ágape, pero dijo el tragaldabas:
-¡Parece que quedasteis incómodos! No os preocupéis; si hay que comerse
medio litro de pingo a cucharadas, como sopa, allá lo paso al coleto.
Convencidos de
que el hombre no podría con semejante potingue, y que al final caería vencido
por el exceso, pagaron la manteca de cerdo, ligeramente calentada para ser
consumida como el comensal pedía. Terminado el tercer acto de aquel proteínico
banquete, fueron desapareciendo los anfitriones del escenario, del que podía haber sido un asesinato o tragedia
griega, sin recurrir a ponzoñosas semillas de tejo.
Quedó en el
chigre el cavador, después de aquel mutis por el foro de aquéllos a quienes no
preocupaba haber abandonado al prolífico padre de la familia que comía el pan
que cavaba en el monte.
De ahí salió y
anduvo la primera legua con la incomodidad propia de la gran comilona. Pero
después del primer pueblo por el que era obligado pasar, y sabiéndose amparado
por la soledad de la noche, no pudo resistir más y cayó fulminado. Abatido por
la ingestión desmesurada de aquellas proteínas que, con seguridad, lo
conducirían a la muerte, llegó a un rincón de la senda y allí esperó el
fatídico momento. Casi sin conocimiento, y pensando en sus hijos, su mujer y
las dos ancianas que eran su madre y su suegra, esperó el fin de sus días.
¡Ah! Pero nadie
se muere cuando cree llegado ese momento crucial de exhalar el último suspiro.
Al haber ingerido tanta grasa, dio por entendido su final, pero se salvó porque
su estómago rechazó aquel duro alimento y así, después de horas, emprendió de
nuevo la marcha hacia su casa.
Conocí varios
casos de estos, porque aquéllos que sufrieron hambre y un día comían, solían
ser tragones. Si a esto añadimos las duras faenas del campo, y en particular la
cavada, no son de extrañar los excesos de nuestro personaje.
No cabe duda que
si empiezas un tema la cosa enlaza y así sigue lo de los tragaldabas.
El personaje que
aquí figurará, hace años que falleció. Fue un gran amigo de mi padre. Fornido
él y un gran maestro como ferreiro[3],
pasaba a veces algunos días en la fragua de mi padre, ayudándolo en las labores
propias de la misma. Recuerdos tengo de mi niñez de verlo en la cocina de lareira[4] del Ferreiro en las largas noches de polavila[5].
Lógicamente, las
anécdotas que de él se describen son aquéllas de las que oí hablar, pues no
fueron actos en los que yo estuviera presente. Sí sé que aquellos excesos le
acarrearon una intervención quirúrgica que ocasionó la pérdida casi total de la
víscera estomacal.
Vivió en Grandas
de Salime. Trabajó en el salto del mismo nombre y más tarde, se fue a Avilés,
donde falleció años después. Lo trataré como el “ferreirón” dada su corpulencia y pericia. Dicho esto, comencemos
con sus peripecias alimentarías o curiosas ingestas, de difícil comprensión
para estómagos delicados.
Cuentan que en
una ocasión se comió una empanada de moscas. Parece ser que sus amigos se
prestaron a cazar moscas y en una panadería de la localidad, y con el producto
de esta afición cinegética, se le preparó la empanada. Pero no fue sólo esto.
En tiempos no tan lejanos, las moscas eran compañeras de los habitantes de la
casa. Esto no es extraño, ya que las cuadras con sus animales, convivían en los
bajos de las mismas. El estiércol se amontonaba en los aledaños, y los orines y
excrementos de todo origen, eran algo común en los pueblos. Esto dio lugar a que en cierto comercio-cantina las
moscas proliferaran como tales, y allí, un grupo de parroquianos asiduos del
establecimiento y con los efluvios propios del vino, cazaron moscas hasta
llenar algo más de la mitad del vaso del “ferreirón”;
terminando de llenarlo de vino se lo pasaron al comensal, que dijo su repetida
frase antes de tomárselo:
-¡Probe del bicho que cae en la boca
de otro bicho!
Hubieran
ocurrido las cosas así o no, así lo transmito.
Se dice también
que en el mismo establecimiento, tiempo después y en época estival, entró un
murciélago. Era algo corriente en tiempos que dípteros y otros insectos se acercaban a la “fuerte” luz
de mortecinas lámparas, que no era mayor que la de un candil de queroseno, en
la recién inaugurada red eléctrica. Los pequeños mamíferos voladores invadían
los establecimientos, más o menos iluminados. Uno de ellos comenzó a sobrevolar
a los contertulios. ¡Boinazo va y boinazo viene!, cayó abatido aquel antepasado
de época diluviana que aún no se había desprendido de sus membranas
interdigitales, y que se sustentaba de insectos voladores y le atraía la luz, o
su cena. El golpe “pucheril” o “gorrazo” lo dejó exánime en el suelo, donde fue
recogido por aquel fuerte “ferreirón”
que dijo:
-¡Agáchate compañero, que vas a
pasar un túnel!
No me extrañaría
que aquel acto fuera un truco del ferreirón.
Estoy convencido que ni él se hubiera tragado un murciélago entero. Su
habilidad era manifiesta y no es de extrañar que los testigos cerraran los ojos
ante la escena que allí se representaba. Claro que esto no resta importancia a
su inusual comportamiento; pero sí quiero resaltar aquí, que este hombre era
inteligente, hábil y además, no se le puede tachar de botarate. Así que
cualquier comportamiento era posible, ¡pero no torpeza!, aunque hubiera
excesos.
Cuando se fue a
trabajar a ENSIDESA, en Avilés, hubo otra pequeña anécdota que me parece
oportuno anotar aquí. Después de una tarea, que ejecutaron los obreros, en cuya
plantilla estaba el ferreirón, les
pareció que aquel “triunfo” laboral merecía el brindis del desquite, y
acordaron que uno de ellos saliese del recinto de la Empresa Nacional Siderúrgica,
para traer consigo una damajuana de vino. Como cabe esperar, no podía ser otro
el recadero que nuestro personaje. Así fue. Pero a la vuelta, con su garrafón
de cuatro litros de buen vino peleón, lo pararon en el control de aquella en
ciernes empresa de la futura ruina del país, y le prohibieron entrar con
semejante carga de alcohol. Por más explicaciones que dio el porteador, y
cuanto más justificaba su actuación, más duros se mostraban aquéllos que, años
después, en ese mismo control, no les importaba salieran camiones cargados con
toneladas de laminados de aquella ENSIDESA, que producía excedentes para los
corruptos. ¡En fin!, íbamos en lo del vino. Hete aquí que adujo el ferreirón: ¡El garrafón no pasara, pero
el vino sí!, y con las mismas, se metió
entre pecho y espalda los cuatro litros que la damajuana contenía.
Haxa salú.
En Grandas de Salime, a 20 de julio de 2012
En Grandas de Salime, a 20 de julio de 2012
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