RESPIRAR
Tal y como se entiende la palabra no es absorber aire hacia los pulmones como si aspiráramos. No sé si así queda entendido, pero lo que sí es cierto, que si el diafragma y la parte abdominal no tuvieran ese movimiento reflejo, mecánico y elástico que amplia la capacidad torácica, de poco serviría abrir la boca o forzar las fosas nasales para que el aire llegara a nuestros pulmones, si no fuera la presión atmosférica. La respiración es vida pero al igual que la vida no participamos en ella como un elemento activo. Vivimos porque vivimos, incluso al margen de nuestra vital voluntad. Tanto es así que si tuviéramos control sobre la misma, no moriríamos o dejaríamos de existir en muchos momentos, que deduciendo sería sólo uno. Y la respiración es similar: si no fuera autónoma e involuntaria, se nos olvidaría llevarla acabo mientras dormimos. Esto es una manera de filosofar sobre la utópica y animal supervivencia o materia corporal.
Lamento que mis razonamientos hagan excesivamente largo el relato. Sería más conciso si tuviera capacidad para expresar mis ideas. Es aquí donde debo citar a un vecino de este concejo que decía: “si eo podera decir, con palabras,lo que pensa a mia cabeza”, aunque les aburriera.
Así que prosigamos, porque aunque resulte arduo, debo llegar con el relato hasta ese momento donde la vida se debiera interrumpir de forma placentera, o paliar al menos en algunos casos el angustioso trance.
Así que prosigamos, porque aunque resulte arduo, debo llegar con el relato hasta ese momento donde la vida se debiera interrumpir de forma placentera, o paliar al menos en algunos casos el angustioso trance.
LA AMISTAD
Ese sentimiento comparable –si fuera físico- a la respiración, porque nos afecta sin saberlo, es una sensación placentera, grata y llena nuestro ¿espíritu? de algo difícil de describir. Nuestros amigos surgen de forma espontánea.
¡Son algo así como un sedante que actúa tantas veces en nuestro herido ánimo curándolo de las lesiones que la propia existencia nos depara! Nuestros amigos están ahí; no importa en qué lugar, los recordamos, los necesitamos; irreales en nuestra soledad, pero su presencia es casi física. Son seres que nos acarician con su mirada. Recordamos su risa, sus palabras. Nos hacen felices con sus éxitos y sufrimos cuando les afecta una desgracia. Para con los amigos no hay animosidad; son armonía, porque cuando los vemos nuestro estado emocional, por abatido que esté, se torna alegre. Ellos saben de aquello que nos afecta, porque nos preguntan. Nos consuelan, nos animan. Gracias a los amigos y sus consejos, superamos las dificultades. Son algo así como esa familia que está contigo en los malos momentos y te arropa. Los amigos son algo sublime que, a veces, guían tus actos, sin pretenderlo, y nuestra conducta cambia de rumbo. Vosotros, algunos de los que estáis ahí, y me conocéis, sabéis discernir entre mis confusas apreciaciones esa realidad. El amigo, como dijo alguien que ahora no recuerdo, es el que sabe de tus limitaciones y defectos y lo sigue siendo. Dice la canción: “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, pero habría que añadir a esto la angustia que se siente cuando se van lo seres queridos de nuestros amigos.
¡Son algo así como un sedante que actúa tantas veces en nuestro herido ánimo curándolo de las lesiones que la propia existencia nos depara! Nuestros amigos están ahí; no importa en qué lugar, los recordamos, los necesitamos; irreales en nuestra soledad, pero su presencia es casi física. Son seres que nos acarician con su mirada. Recordamos su risa, sus palabras. Nos hacen felices con sus éxitos y sufrimos cuando les afecta una desgracia. Para con los amigos no hay animosidad; son armonía, porque cuando los vemos nuestro estado emocional, por abatido que esté, se torna alegre. Ellos saben de aquello que nos afecta, porque nos preguntan. Nos consuelan, nos animan. Gracias a los amigos y sus consejos, superamos las dificultades. Son algo así como esa familia que está contigo en los malos momentos y te arropa. Los amigos son algo sublime que, a veces, guían tus actos, sin pretenderlo, y nuestra conducta cambia de rumbo. Vosotros, algunos de los que estáis ahí, y me conocéis, sabéis discernir entre mis confusas apreciaciones esa realidad. El amigo, como dijo alguien que ahora no recuerdo, es el que sabe de tus limitaciones y defectos y lo sigue siendo. Dice la canción: “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, pero habría que añadir a esto la angustia que se siente cuando se van lo seres queridos de nuestros amigos.
DRAMÁTICO FINAL DE UN AMIGO
Lógicamente o por una cuestión de amistad hacia la familia del finado, eludo el nombre del mismo. Además él, en vida, fue no sólo un amigo, fue algo sí como mi padre; que de ambos conservo tan grato recuerdo que por respeto a su memoria omito el nombre, que volverían a provocar mi llanto o lamento.
Hace más de veinte años que este hostelero grandalés pasó el trance de su muerte. Era un gran profesional. Un hombre integro, al que le distinguía ese don de gentes, que algunos poseen. No corresponde aquí resaltar su entereza, porque como comprenderán hablo a título póstumo de un amigo, por lo tanto es innecesario; al que por desgracia vi morir y lo relaciono indefectiblemente con la eutanasia, como verán.
Fumaba excesivamente, si entendemos que más de cuatro o cinco cigarrillos ya puede ser exceso. Su tabaco era la picadura IDEALES, que se conocía como “caldo”. Esto junto con su profesión en el bar que regentaba, le llevó a contraer un tumor pulmonar. Aún recuerdo cuando ajetreado en las tumultuosas fiestas patronales de antaño, no podía pararse a fumar. Era entonces, cuando en mis visitas a su establecimiento le liaba cigarrillos de aquella ansiada picadura, a los que con fruición daba unas caladas de las que no volvería a deleitarse, hasta una nueva incursión de aquel “ferreiro”, dado al morapio y demás bebidas o compuestas de refrescos con hielo.
Después de contraída aquella fatal enfermedad fui viendo aquel lento e inexorable deterioro físico. Sabía que irremisiblemente se moriría; nada podría evitarlo. Ni quimio ni radioterapia curarían aquel depauperado ser. Aunque soy impresionable lo admitía como aquello irremediable, por lo que nada puedes hacer. Así transcurrió un tiempo, hasta que un día de madrugada me llama por teléfono el médico de la localidad, y me comunica que era necesario le prepare algo con que extraer aquellas secreciones bronquiales, que ahogaban al apreciado moribundo. El desconcierto, la turbación y el nerviosismo me impedían razonar; pero una vez, relativamente calmado, puse manos a la obra comenzando algo que ni siquiera sabía si sería efectivo. Con un grupo y su bomba de vacío, de un viejo equipo de ordeñadora, y un pequeño envase de vidrio de un garrafón o damajuana, preparé un improvisado útil de absorción. Una larga manguera iba desde aquel calderín de vacío hasta la redoma. Un aséptico macarrón de plástico salía de la tapa de la vasija, en la que en su extremo opuesto, una cánula ejercía de quirúrgico medio de aspiración para aliviar de aquellos molestos fluidos al enfermo.
Estuve presente, un momento, mientras el médico luchaba por mitigar el mal al paciente. Pero incapaz de soportar ver el sufrimiento de mi amigo salí al pasillo a llorar; a llorar por lo irremediable. Fue tal mi turbación, que pedí al facultativo, administrarse al enfermo uno de esos productos químicos que acabase con su vida sin el innecesario padecimiento. Lógicamente, su juramento hipocrático no se lo permitía. Sin embargo, es posible que yo (si fuera médico) hubiera faltado a él con todas sus consecuencias.
Sobrevino el óbito el mismo día. Así, aquel hombre al que había deseado la muerte mediante esa eutanasia activa, dejó de sufrir. Aún no sé por qué los Colegios Médicos no se manifiestan a su favor. Mas, si consideramos que se puede legislar, dejando a su juicio tal actuación.
Haxa salú.
Hace más de veinte años que este hostelero grandalés pasó el trance de su muerte. Era un gran profesional. Un hombre integro, al que le distinguía ese don de gentes, que algunos poseen. No corresponde aquí resaltar su entereza, porque como comprenderán hablo a título póstumo de un amigo, por lo tanto es innecesario; al que por desgracia vi morir y lo relaciono indefectiblemente con la eutanasia, como verán.
Fumaba excesivamente, si entendemos que más de cuatro o cinco cigarrillos ya puede ser exceso. Su tabaco era la picadura IDEALES, que se conocía como “caldo”. Esto junto con su profesión en el bar que regentaba, le llevó a contraer un tumor pulmonar. Aún recuerdo cuando ajetreado en las tumultuosas fiestas patronales de antaño, no podía pararse a fumar. Era entonces, cuando en mis visitas a su establecimiento le liaba cigarrillos de aquella ansiada picadura, a los que con fruición daba unas caladas de las que no volvería a deleitarse, hasta una nueva incursión de aquel “ferreiro”, dado al morapio y demás bebidas o compuestas de refrescos con hielo.
Después de contraída aquella fatal enfermedad fui viendo aquel lento e inexorable deterioro físico. Sabía que irremisiblemente se moriría; nada podría evitarlo. Ni quimio ni radioterapia curarían aquel depauperado ser. Aunque soy impresionable lo admitía como aquello irremediable, por lo que nada puedes hacer. Así transcurrió un tiempo, hasta que un día de madrugada me llama por teléfono el médico de la localidad, y me comunica que era necesario le prepare algo con que extraer aquellas secreciones bronquiales, que ahogaban al apreciado moribundo. El desconcierto, la turbación y el nerviosismo me impedían razonar; pero una vez, relativamente calmado, puse manos a la obra comenzando algo que ni siquiera sabía si sería efectivo. Con un grupo y su bomba de vacío, de un viejo equipo de ordeñadora, y un pequeño envase de vidrio de un garrafón o damajuana, preparé un improvisado útil de absorción. Una larga manguera iba desde aquel calderín de vacío hasta la redoma. Un aséptico macarrón de plástico salía de la tapa de la vasija, en la que en su extremo opuesto, una cánula ejercía de quirúrgico medio de aspiración para aliviar de aquellos molestos fluidos al enfermo.
Estuve presente, un momento, mientras el médico luchaba por mitigar el mal al paciente. Pero incapaz de soportar ver el sufrimiento de mi amigo salí al pasillo a llorar; a llorar por lo irremediable. Fue tal mi turbación, que pedí al facultativo, administrarse al enfermo uno de esos productos químicos que acabase con su vida sin el innecesario padecimiento. Lógicamente, su juramento hipocrático no se lo permitía. Sin embargo, es posible que yo (si fuera médico) hubiera faltado a él con todas sus consecuencias.
Sobrevino el óbito el mismo día. Así, aquel hombre al que había deseado la muerte mediante esa eutanasia activa, dejó de sufrir. Aún no sé por qué los Colegios Médicos no se manifiestan a su favor. Mas, si consideramos que se puede legislar, dejando a su juicio tal actuación.
Haxa salú.
Un saludo desde Madrid.
ResponderEliminarSeguiré tu blog ahora que tengo localizada a la familia de Grandas de Salime
Sí, yo también pienso seguir este blog, porque además de tus pensamientos tan claros, me gustó la claridad de estilo, el vocabulario tan depurado...para una que esta tan preocupada por mejorar su escrtura este blog puede ser toda una lección de redacción.
ResponderEliminarBesines y...¡puxa asturies!