Hace muchos años, tantos como unos veintitrés, visitó un amigo el Museo Etnográfico de Grandas y me obsequió con unas diapositivas que había hecho en un museo de Checoslovaquia. Para poder visionarlas, pedí un proyector a un colaborador y disfruté de lugar, viendo que había sitios que eran realidad, y no la fantasía que albergaba mi cabeza. Cierta mañana, de un domingo, nos reunimos dos o tres amigos para ver aquélla maravilla y entre ellos, estaba el que fue médico de familia Dn. Eduardo Murias Siñeiriz. Como se pueden imaginar, fueron, por mi parte, muchas las alabanzas que hice de aquel lugar, ante lo cual me dice Eduardo: ¿Por qué no vamos a ver museos por esos países de Europa? Así que contesté: No están a la vuelta de la esquina. Sin embargo, este obstinado médico me ofreció, además de su compañía, su coche para realizar aquel mítico viaje. Y digo fabuloso porque se fraguó en ese instante ir a países de la Europa que contaban con museos dignos de mención. Así que cogimos el montante y para allá nos fuimos cinco amigos; unos a los museos y otros al mercado del coche de ocasión. Aquella expedición estaba formada por el Sr. Alcalde, José Cachafeiro, Salvador Rodríguez, un amigo ya fallecido llamado Arturo y los susodichos: galeno y el ferreiro, porta-cargador o improvisado museólogo.
Como no podía ser de otra manera, desde que se fundó el Museo de Grandas, Salvador fue cámara, regidor de filmación escénica y demás cargos sin remuneración.
El mismo día de la salida, y unas horas antes de la misma, me había fracturado en la rodilla menisco y ligamentos; pero como estaba bajo la férula de médico, éste la inmovilizó mediante un vendaje, que junto a cierto gel solidificador, dejó mi articulación rígida y lista para emprender el museístico e ilusionante periplo. Claro que aquello no impidió otros cuarenta y cinco días de pétreo escayolamiento.
Recuerdo, después de pasada aquella frontera de Irún, un país al que nunca alcanzaríamos. Si señor, la Francia era distinta, nada se parecía, por suerte para los gabachos, a nuestro hispánico terruño que atrás dejábamos. Así, anda que anda , o más bien corre que corre en el raudo coche, llegamos al París. Allí, allí se vio un ferreiro, en el París que bien vale una misa, cuan filibustero de pata de palo, con el cofre cargador de baterías al hombro. Visitamos el Museo de Louvre, y como no, el de Artes y Tradiciones Populares, instalado por aquel en el Bosque de Boulogne. Subimos al último piso de la Torre Eiffel, al último piso pero no al restaurante. Pasamos por Maxims; porque en este lugar no está prohibido pasar delante de su puerta. Los Campos Eliseos, Arco de Triunfo y cruzamos el Sena por no sé que puente. Salvador filmaba con aquella aparatosa cámara algunos lugares. Por cierto, en el Museo de Louvre, fuimos a ver a una dama rodeada de japoneses; diría más bien asediada. Cuando logramos, al fin, llegar hasta ella, no era más que un cuadro, protegido por cristales blindados, que nos “blindaba” una triste sonrisa ¡Pobre Gioconda! No es más que una una mujer lisa y llanamente ¡y no tan mona como dicen!; lo siento por Leonardo. De todas maneras, que quieren que les diga: me sentí como un importante ferreiro, ante una obra de arte, que era diminuta, para haber salido de las manos del gran da Vinci.
Después seguimos rumbo al germano país para ir hasta Düsseldorf, a través del nocturno recorrido por la autopista que cruza Bélgica. Digo noctívago, porque sabíamos por la hora, que ésta correspondía en el tiempo y el espacio a esos momentos en que el sol ilumina la otra parte del globo terráqueo. De no ser así, resultaría difícil discernir la noche del día, puesto que aquella vía, se hallaba profusamente iluminada con potentes focos, cada cien o ciento cincuenta metros. Luz, luz a raudales, producida por energía eléctrica, y consumida en un país en el que no había centrales que la produjeran; mientras en mi país, Villarpedre, el pueblo donde había nacido mi madre, carecía de luz eléctrica y estaba situado a tan solo 5 Km. de un gigantesco salto eléctrico llamado Salime; que por cierto, el pueblo que le dio nombre, tampoco la tiene en la actualidad. Paradojas de la justicia social, que priva a unos para que otros malgasten superfluamente.
Llegados a la ciudad de la ribera del Rhin, allí nos instalamos en un hotel español, al que nos había conducido Mario Sánchez, que era emigrante. Era este amigo conductor de un coche de un alto cargo de Correos. Conocía bien Alemania y por eso oficiaba de cicerone para indicarnos las direcciones adecuadas. Desde allí fuimos al Museo del Pan, en la Baja Renania. Visitamos a un conocido, director de un museo de etnografía, llamado Robert Plotz en Kevelaer que me dijo: ¡pero Pepe ferreiro, ¿no te había dicho que llamaras por teléfono si venias a mi país? Fuimos también al Museo de Neanderthal, porque en España nos quedaba más cerca nuestro pasado primitivo. ¡Ah!, sería por eso que me llamó mucho la atención lo cuidados que estaban los bosques y los parques en los que los árboles eran además autóctonos . ¡En fin, cosas veredes querido Sancho!
Me recuerda la impresión que a mi también, cuando tenía 20 años, me causó dejar atrás España, bajar de un tren cochambroso en Irún y entrar en ....EL PARAÍSO FRANCÉS. Y más o menos la misma impresión cuando vi a la Gioconda...¿¡Esto era!?
ResponderEliminarSaludines
Pepe ya lo comenté pero sigo diciendotelo, eres la memoria viva de nuestra cultura, sigue así, dalles tralla.
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