Allá
por el año 1948 comenzaba el cinematógrafo de Grandas a deslumbrar, en la
oscuridad del local, a pequeños y mayores. Recuerdo aquel momento porque a mis
seis años las imágenes de la pantalla vistas desde la tercera fila eran
gigantescas.
La
Reina Santa, una película que se
desarrollaba en la Edad Media,
con sus medievales guerreros que protegían sus cabezas con yelmos parecidos a
la carcasa de la máquina de llenar sifones en la fábrica de gaseosas de mi
barrio. ¡Cuántos pequeños recuerdos de la niñez y no sé qué cené ayer!
Creo
que fue como ocho años más tarde, en una película de vaqueros y pieles rojas
aparecía un personaje sentado bajo un frondoso árbol y se oía la música de un
instrumento que no se podía identificar. Sólo las notas y la letra llegaban
melodiosas al oído. Cuando la imagen de un primer plano mostró aquel sedente
actor, pude colegir cómo su mano izquierda, semidoblada, tapaba parcialmente su
boca; el índice de la mano derecha pasaba por debajo del pómulo marcando el
ritmo, cerca de la comisura y su carrillo, pero no se entreveía aquel
instrumento que desgranaba un monótono sonido que, sin embargo, resultaba
melódico y grato a mis oídos. Quedé impresionado y al día siguiente, en la
fragua de mi padre, conté a los presentes aquella extraña interpretación
musical de desconocido ingenio. ¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que
todos conocían el sonoro artefacto y además mi padre había hecho alguno en su
juventud! Aquello, señores míos, fue apoteósico; mi júbilo no tenía límites. La
herencia genética había identificado la música, pero además me permitiría hacer
el artilugio que la emitía y hasta era posible que aprendiera a interpretar
alguna pieza. Fue arduo hacer aquel mágico aparato e inútiles los esfuerzos
para ejecutar, con virtuosismo, su singular música. Nunca logré uno que sonara
bien y mis labios eran pellizcados, continuamente, por la lengüeta que emite el
sonido.
Este
extraño aparato de vibrantes y tranquilizadoras notas se llama trompa.
Pero este universal instrumento recibe otros nombres como birimbao, arpa de boca y el sugestivo espanta
pensamentos italiano.
Hay
trompas metálicas, de madera, de
asta y hueso. Se tocan apoyando el soporte de la lengüeta en los dientes y se
hace vibrar ésta impulsándola con el dedo índice. Las notas se modulan con el
paladar, que hace de caja de resonancia, según el espacio que la lengua deje
libre; pero los buenos interpretes ejecutan con la laringe y, en un ejercicio
similar a la ventriloquia, desgranan notas que los aficionados somos incapaces
de lograr.
Años
después de mi frustrado encantamiento musical, Melchor Legazpi de Os Teixois,
Taramundi, me dijo que la trompa que yo tenía en el Museo no tocaba bien. Para
mí el hecho no era nada nuevo; pero nadie podía negar que fuera un
descubrimiento de «cine».
Creo,
además, que aunque no esté relacionado con la trompa, lo que les voy a narrar
de este personaje merece la pena. En cierta ocasión unos visitantes a Os
Teixois vieron las artísticas navajas que fabricaba el polifacético Melchor.
Aquellas piezas, difíciles de conseguir por ser de encargo, se convirtieron en
un ansiado objeto para aquellos turistas que con insistencia pretendían que les
vendiera una. Nuestro artesano navalleiro, que es persona pausada,
inteligente y algo socarrón, con parsimonia lió un cigarro de picadura, le
prendió fuego y después de rascar ligeramente su cabeza, de blanco pelo, dio la
siguiente explicación:
—Miren ustedes ¡oh!.... Eu teño días que me levanto
de bon humor.... y, si me cae ben a xente..., fago úa navalla, pa que vexan el
xeito de faela. Despois... hai veces que, si me parece regálola. Pero ¡ai
oh!... non é el caso de hoi
Felicidades a ti, Melchor, por tus 90 años y que «cumplas muitos más».
.
En
Grandas de Salime, a 20
de julio de 2005.
Publicado en La Nueva España, el miércoles,
3 de agosto de
2005, p. 37.
No hay comentarios:
Publicar un comentario