lunes, 15 de abril de 2013

Trompa





Allá por el año 1948 comenzaba el cinematógrafo de Grandas a deslumbrar, en la oscuridad del local, a pequeños y mayores. Recuerdo aquel momento porque a mis seis años las imágenes de la pantalla vistas desde la tercera fila eran gigantescas.
La Reina Santa, una película que se desarrollaba en la Edad Media, con sus medievales guerreros que protegían sus cabezas con yelmos parecidos a la carcasa de la máquina de llenar sifones en la fábrica de gaseosas de mi barrio. ¡Cuántos pequeños recuerdos de la niñez y no sé qué cené ayer!
Creo que fue como ocho años más tarde, en una película de vaqueros y pieles rojas aparecía un personaje sentado bajo un frondoso árbol y se oía la música de un instrumento que no se podía identificar. Sólo las notas y la letra llegaban melodiosas al oído. Cuando la imagen de un primer plano mostró aquel sedente actor, pude colegir cómo su mano izquierda, semidoblada, tapaba parcialmente su boca; el índice de la mano derecha pasaba por debajo del pómulo marcando el ritmo, cerca de la comisura y su carrillo, pero no se entreveía aquel instrumento que desgranaba un monótono sonido que, sin embargo, resultaba melódico y grato a mis oídos. Quedé impresionado y al día siguiente, en la fragua de mi padre, conté a los presentes aquella extraña interpretación musical de desconocido ingenio. ¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que todos conocían el sonoro artefacto y además mi padre había hecho alguno en su juventud! Aquello, señores míos, fue apoteósico; mi júbilo no tenía límites. La herencia genética había identificado la música, pero además me permitiría hacer el artilugio que la emitía y hasta era posible que aprendiera a interpretar alguna pieza. Fue arduo hacer aquel mágico aparato e inútiles los esfuerzos para ejecutar, con virtuosismo, su singular música. Nunca logré uno que sonara bien y mis labios eran pellizcados, continuamente, por la lengüeta que emite el sonido.
Este extraño aparato de vibrantes y tranquilizadoras notas se llama trompa. Pero este universal instrumento recibe otros nombres como birimbao, arpa de boca y el sugestivo espanta pensamentos italiano.
Hay trompas metálicas, de madera, de asta y hueso. Se tocan apoyando el soporte de la lengüeta en los dientes y se hace vibrar ésta impulsándola con el dedo índice. Las notas se modulan con el paladar, que hace de caja de resonancia, según el espacio que la lengua deje libre; pero los buenos interpretes ejecutan con la laringe y, en un ejercicio similar a la ventriloquia, desgranan notas que los aficionados somos incapaces de lograr.
Años después de mi frustrado encantamiento musical, Melchor Legazpi de Os Teixois, Taramundi, me dijo que la trompa que yo tenía en el Museo no tocaba bien. Para mí el hecho no era nada nuevo; pero nadie podía negar que fuera un descubrimiento de «cine».
Creo, además, que aunque no esté relacionado con la trompa, lo que les voy a narrar de este personaje merece la pena. En cierta ocasión unos visitantes a Os Teixois vieron las artísticas navajas que fabricaba el polifacético Melchor. Aquellas piezas, difíciles de conseguir por ser de encargo, se convirtieron en un ansiado objeto para aquellos turistas que con insistencia pretendían que les vendiera una. Nuestro artesano navalleiro, que es persona pausada, inteligente y algo socarrón, con parsimonia lió un cigarro de picadura, le prendió fuego y después de rascar ligeramente su cabeza, de blanco pelo, dio la siguiente explicación:
—Miren ustedes ¡oh!.... Eu teño días que me levanto de bon humor.... y, si me cae ben a xente..., fago úa navalla, pa que vexan el xeito de faela. Despois... hai veces que, si me parece regálola. Pero ¡ai oh!... non é el caso de hoi
Felicidades a ti, Melchor, por tus 90 años y que «cumplas muitos más».
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En Grandas de Salime, a 20 de julio de 2005.




 Publicado en La Nueva España, el miércoles, 3 de agosto de 2005, p. 37.

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