martes, 13 de abril de 2010

Un ferreiro en Paris (2). Suiza

Si mi asombro fue mucho, más lo fue al llegar a Suiza. Aquí, en el nido de los relojes de cuco, ponen el huevo los corruptos de todo el planeta; así los cantonianos helvéticos saben aprovechar el rendimiento económico y tener un país bien cuidado. Esto sirve de consuelo, porque el robo y los paraísos fiscales son algo coetáneo al mundo de los sinvergüenzas.
Peor es que además de hacerse ricos, no cuiden el medio, como ocurre en la tierra que me vio nacer.

Muchos desplazamientos hicimos gracias a Eduardo Murias. Creo, si mal no recuerdo, que en Basilea, en poco más de medio kilómetro cuadrado, tienes tres fronteras. Es como decir que en determinados punto, puedes jugar a dar saltos o poner un pie en Francia, otro en Alemania y girando la cabeza mirar para Suiza; claro que estos casos se dan en muchos países, sólo que este último tiene más dinero y resulta fácil mirar para él (envidia cochina).

El caso es que visitamos Zurich, Berna y aquella hermosa Lucerna donde se conservaba un puente de madera, cuyo pasadizo estaba decorado artísticamente. Digo había o estaba, porque a los pocos años lo devoró un incendio. Claro que el fuego destruyó aquella joya, pero volvió a ser reconstruida y el puente Kappelbrücke vuelve a ser patrimonio de todos los que admiran y respetan el legado histórico, que debe llenarnos de orgullo.

Narrar este viaje por las tierras de la vieja Europa es evocar recuerdos imborrables, porque fue en un momento que resultaba gratificante para un proyecto, no muy concreto, ni afianzado; por lo tanto, encontrarse con algo serio, como se dijo al principio, fue un gran impulso para afianzar las ideas.

Viajamos a través de Interlaken y nos encontramos en Ballenberg. Todo el encomio que pueda hacer hoy de aquel momento, sería artificial. Allí encontré un museo, un Museo sin parangón. Decir que era ejemplar sólo es el dar a entender que mi asombro -sin los conceptos actuales- me produjo una traumática catarsis. Entramos a éste por la parte baja del valle. Un inmenso aparcamiento, hoteles, restaurantes, tiendas y demás dependencias podían conducir a una engañosa artificialidad. Pero ¡ay amigos míos! Poco más habíamos andado que unos 200 metros, cuando aparece en aquel pequeño río un molino harinero. ¡Sí, un molino andante funcionaba! Era de rodezno horizontal, salpicando el agua sus álabes sobre las paredes del “infierno”, como se llama en Asturias al espacio que alberga el mecanismo de rotación. El run run de las piedras, traía a mi memoria aquel otro molino de “Abadesa”, que funcionaba, cuando yo era un niño, en el regueiro de Grandas ¡Me hallaba en Suiza, sin embargo, estaba viendo un molino tradicional! Seguimos camino arriba, y otra vez el alborozo fue mayúsculo: cómo a unos 100 metros del anterior, ¡otro molino giraba!, giraba movido por un rodezno vertical que movía el mecanismo de molturación mediante un engranaje. En ambos casos, esos dos conjuntos ¡todas sus partes móviles eran de madera! ¡Qué maravilla, molinos de verdad en aquel Museo!.

Seguimos caminando y viendo que en aquellos empinados prados pastaban vacas en unos, ovejas en otros, cabras más allá. Todas y las distintas razas de ganado doméstico, formaban parte del conjunto del Museo. Gallinas, gansos, palomas y hasta cerdos, cuya espesa capa de cerdas más bien parecía lana. Llegamos a uno de los pueblos que representaba esa aldea de cualquier cantón Suizo, porque éstos estaban presentes en todo el Museo.

Los oficios y sus talleres aparecían por doquier. El herrero, la carpintería, que magistralmente se encuentra en las construcciones. Llegamos a una casa donde sus inquilinos fabricaban queso; podías comprar 0'50 ó 50 Kg, si lo querías. En otra, con gran humareda, se curaban chorizos y carne de cerdo en abundancia. Por cierto podías adquirir hasta huevos de pita; tan defenestrados por nuestras autoridades sanitarias. Una señora tejía, mientras otra manejaba el telar. Por mucho queme extienda narrándolo nunca llegará a reflejar aquella realidad. Allí no estaba representada por esa realidad virtual tan en boga, en la actualidad, en nuestros paupérrimos museos.

Suelo contar que si estuviera en Suiza, hubiera sido apreciado; pero claro, en ese hermoso país, no dejan hacer los museos a los ferreiros.

Volví por segunda vez a verlo en compañía de Gonzalo Morís; el Presidente de Sociedades Asturianas en Basilea y con Carlos Rubiera. Me imagino que hoy será tan idílico como yo lo conocí.

Al regreso del primer viaje, cuando devolví el cargador y la cámara que había manejado Salvador Rodríguez, se me ocurrió visitar al Consejero de Cultura, Dn. Manuel de la Cera. Lo hice de manera informal, irrumpí en su despacho sin previa solicitud de visita y le espeté: “levanta el culo de la silla y vete a ver cómo son los museos por Europa” Creo que no le pareció bien mi osadía. Sin embargo, los hubo peores; es algo así como “detrás vendrá quien bueno me hará”.

Querido amigos, así fue como llegó un ferreiro a París, y quedó gratamente sorprendido al ver aquel Museo en aquel país Helvético que no era una quimera como el de Grandas de Salime.
Haxa salú, porque “cosas veredes” dijo el Quijote a su escudero. Mi lesionada rodilla siguió cuarenta y cinco días más escayolada, y hoy pretenden maniatarme y amordazarme.

Pues eso, haxa salú

1 comentario:

  1. Amigo Pepe,aqui me tienes para cualquier viaje,co o sin coche.Abrazos Eduardo

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