Ese espectacular edificio del Hospicio
convertido en hotel, trae a mi memoria hechos acaecidos hace muchos años. Si
allí coincidió algún banquete de boda, nada tiene que ver con muchos de
aquellos incluseros que conocí. La relación es puramente sentimental, cuando en
ese lugar recordé a esas personas.
Puede que a muchos ahora les
parezca una trasnochada remembranza, pero estando allí, la nostálgica memoria
fue más viva y alejada de toda ironía.
En Grandas de Salime hay un
barrio que recibe el nombre de Las Campas. En él vivía la gente más
desprotegida de esta sociedad injusta. Digo existía, porque en la actualidad es
posible que no llegue a los diez habitantes. Allí, en la década de los treinta
o antes, parece ser que para paliar el hambre algunas familias recurrían a la
inclusa, sin darse cuenta que el hambre repartida siempre se toca a más.
Aquellas niñas y niños que procedían del Hospicio venían con un pan bajo el
brazo. El pan, en forma de gratificación mensual que, traducida a pesetas, algún
padre putativo se gastaba en pintas de vino, yéndose aquel subsidio con el
volatizado alcohol que alimentara su imaginación. Mientras, en su casa, aquella
depauperada familia ni dormía por el rugir de sus tripas.
La tragedia, siempre o casi
siempre, se ceba con el pobre, con el indigente que no puede llenar su estómago
de las poco nutritivas berzas, porque ni éstas tiene. Así que la dignidad
humana no existe dadas esas diferencias sociales.
Sabido esto, poco se puede
añadir. Lo único es que el abandono al que eran sometidos algunos niños,
propiciaba que volvieran a ser recogidos por la institución.
Así debió de ocurrir con la pobre
Doña Angelita. Años después, en su deambular en el trabajo, siempre narraba su
desgracia al que se encontrara en su camino, repitiendo incesantemente: -¿Quién
ha sido mi madre? Con saber esto, se sentiría contenta y moriría tranquila.
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