Zahorí en acción, ilustración de la obra de Pierre Le Brun, Historia crítica de las prácticas supersticiosas, 1732 |
Saben, no puedo dejar
pasar la ocasión de hablar de zahoríes. De ese arte de radiestesia que consiste
en descubrir manantiales de agua allí donde se encuentra oculta. Es un poco
largo el cuento y este se remonta años atrás. Tantos como unos veinte o más.
Cuando conocí a la que
hoy es mi mujer, no había en Somiedo pistas, o lo que vulgarmente llamamos
ahora carreteras que sólo son pistas. Llegabas en coche a Pigüeña y no había
más en todo el valle. Años después podrías acceder a Villar de Vildas, y un poco más tarde a la Rebollada. Poco a poco conocí estos y
otros lugares que, torpemente, los fui describiendo y poco a poco vuelvo al
punto de partida, que es Aguasmestas, donde empieza la historia privada de mi
vida pública, y que conste que digo esto porque de no haber conocido a mi mujer
en aquel entonces y descubierto estos parajes, Somiedo, posiblemente, fuera tan
desconocido para mí como para cualquier mandatario de estéril despacho. Pero
comencemos la historia de la geomántica zahorí, descubridora de hídricos
caudales.
Un hermano de mi mujer,
Pepín, es cartero del bajo río Pigüeña y del bajo río Somiedo. A medida que se
jubilaron carteros, las plazas las fue distribuyendo Correos entre los que
quedaban. Algo así como si en un frente de combate, cada vez que hubiera una
baja, los que quedaban tuvieran que disparar los tiros del caído. Al ser esto
así, ahora mi cuñado es el cartero del río de ambos valles. Aunque no le sobra
tiempo, se las apaña y atiende el servicio como buen correo del zar, sin ser Strogoff,
ni cruzar Siberia; aunque por lo poblada, bien podía serlo su zona.
Años antes de esta
devastación de funcionarios carteriles, subí con él a la Rebollada y por aquellos
caminos anduve mientras el cartero entregaba las misivas a los vecinos. Pareme
yo ante una derruida casa, por mor de ciertas vigas que en ella quedaban,
viendo el buen servicio que harían en el Museo que en Grandas construíamos; más
desde la cocina, viome Manuela a través de la ventana. Portaba yo entonces
luengas y negras barbas, que junto a la exagerada redondez de mi gran boina,
parece ser me hacían sospechoso, por ello, preguntole la mujer al de la valija,
quién podía ser aquel sujeto. El repartidor díjole que bien haría en guardar
sus caudales, porque el misterioso individuo, podía hacer una de las suyas.
Aquella abuela canguesa -que de Cangas fuera- un poco crédula, en cuanto a
truculentas historias, no quedó satisfecha con la explicación e inquirió del
informante más datos, hasta que éste dio cuenta de su relación de parentesco
con el fulano. Así fue como al poco rato, me vi tomando un café en la Casa del Ciego.
Como Manuela quería
saber todo lo relacionado con el barbudo personaje, hubo de dársele también el
lugar de nacimiento. Al citar éste como Grandas dijo:
-¡Ia!, de
ese pueblo era la mujer de un tío mío, ia que taba en la Argentina!
-Pues miré
Usted por donde vamos a ser parientes -díjelo yo convencido- Esa, su tía política,
no puede ser otra que una hermana de mi padre.
-¡Home!
¿nun será?
-Sí, sí
seguro ¿Tenían una panadería?
-Sí -dijo Manuela.
-Pues
entonces seguro que es una de las seis hermanas de mi antecesor; porque total con
otros tres hermanos, sólo eran nueve emigrantes en la tierra del tango.
Casualidades de la vida,
pero aquel natural de Limés, de la tierra de Cangas, sí resultó ser el mismo que mi padre me había citado alguna vez.
Pero el relato que aquí
comencé trataba sobre la radiestesia, ese poder de ciertas personas para
descubrir manantiales. Lo paradójico es que nuestra augur, lo asociaba a un
milagro de connotaciones religiosas.
En cierta ocasión en que
estaban Manuela y su cuñada trabajando en una tierra, alejada del pueblo y sin
ninguna fuente cercana, le dijo la por afinidad parienta:
-¡Ay!
Manuela, que sed tengo
-¡Ye
porque quiés! Nel picu la finca hay agua.
Con la misma coge el
montante y se pone a cavar un hoyo en el lugar que indicara. ¿Pueden Ustedes
creer que salió agua? Así nos relata su hijo Agustín, y allí sigue la fuente, aunque
en la actualidad está todo cubierto de artos y monte que impiden acceder
a ella.
Roso de Luna, autor del
relato “el Tesoro de los Lagos de Somiedo”, seguro que lamentaría no haber
conocido este caso, de haber sucedido en sus tiempos.
Demos por terminado este
paso por el Somiedo que es un tesoro ¡Pero apresúrense que se agota!
Haxa salú
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