En un rincón del occidente de
Asturias, no importa cual que por su forma de hablar se identifica, ocurrió
hace años un hecho lamentable: el sufrimiento de un niño que debía asistir a
las clases que impartía un docente castellano-parlante, leso filólogo o
teniente de oído.
Aquel atribulado niño,
traspasaba el umbral de la puerta de la escuela preso del más aterrador pánico.
Sus vísceras daban la impresión de ahogarlo. En su cabeza aún estaba presente
el dolor sordo que los nudillos del maestro, en el arte de hacer daño, le
habían inferido el día anterior.
El probe Manolín creía
que era normal. Él no sabía nada de coeficientes intelectuales, pero tampoco se
consideraba más torpe que cualquiera de sus compañeros. Por lo tanto, no
entendía como era el centro de las iras de aquel hombre, que le llamaba pícaro
cuando contestaba correctamente a sus preguntas.
¿Era acaso, aquel representante
de la “Cultura” oficial, un sádico que la había tomado con él?.
Sí, era cierto que se había
vuelto taciturno y, a veces, se negaba a contestar. Pero, ¿no era preferible y
sensato permanecer callado, que exponerse a recibir un coscorrón? Contestar suponía,
cuando menos, oír unos improperios que lo vejaban ante toda la clase. ¡Qué
horrible padecimiento era tragarse aquellas lágrimas, y sentir aquel nudo en la
garganta que sólo cedía cuando rompía a llorar, en la soledad que le brindaba
aquel prado donde pastaban sus vacas!. ¡Cuánto agravio! ¡Qué humillación ir a
la escuela!.
No podía decir nada a sus padres. Ellos creerían que intentaba
eludir la asistencia a clase. Además, ¿cómo explicárselo, si sus progenitores
hablaban igual que él, y si se expresaban en castellano, lo hacían mal?
¡Probe Manolín!. ¿Malditas
vocales!, ¡Si eran cinco... cinco nada más, y él se las sabía todas!.
¿Por qué le llamaba taimado
aquel maestro, cuando le preguntaba que letra era aquélla? Si la “a” era “a”, -¡Pero
si é ua “a”, Sr. Maestro! ¿Non ve que “é ua a”?, -pensaba
Manolín, para sus adentros, en el gallego de la Asturias Occidental.
¡Ah!, si Manolín se diera
cuenta que aquel docente, en su prístina ignorancia, desconocía que na nosa
fala se excluía la “s” del verbo y aquella “n” intervocálica del adjetivo.
¡Ay!, ¡Si lo supieras Manolín!,
esa sí que iba a ser “ua” boa causa pa rirse do mestre, que te faía
chorar, porque tú, no sabías decirle en castellano: es una “a”, y
por lo tanto él, en su obcecación, creía que tú le nombrabas, cada vez, cuatro
vocales para acertar una.
Haxa salú y maestros observadores (por lo menos).
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