lunes, 5 de enero de 2015

El adios definitivo a los Reyes Magos.




Los Reyes Magos. Aquellos míticos personajes que después de la Guerra Civil no trabajaban para los grandes almacenes y, por lo tanto, tampoco colmaban de juguetería a los niños humildes. Un esquelético niño, que no sabía si creer en los Reyes o no, se veía envuelto en un dilema, porque entre los amigos y los familiares lo único que lograban era crear confusión en su inocente cabeza. Creer era servir de risión entre los compañeros. No creer era exponerse a que en aquella zapatilla, nunca colmada de todo lo deseado, se viera más menguado su contenido como represalia por listillo.
El tiempo transcurrió y cuando tenía superada aquella disyuntiva, sus rebasadas dudas, he aquí que la despedida a los Reyes iba a ser dolorosa. Un hecho lamentable, peor que la pérdida de aquella engañosa fantasía.
Una prima de aquel sufrido niño estaba casada con el chofer del ingeniero director de aquel salto hidroeléctrico que se construía en el río Navia. A su hermana la cortejaba un empleado de esa empresa. Un primo, carpintero él, hacía trabajos para la mastodóntica obra. El caso es que, por relación laboral o por afinidad de parentesco, el flacucho y ya republicano niño se vio envuelto en el desgraciado incidente.
¡Albricias! ¡Un fausto y maravilloso suceso! ¡Un acontecimiento sin parangón! ¡Por el cine del poblado del salto pasarían los Reyes Magos el 6 de enero! ¡Dios santo! ¡Era cierto! Pero no era sólo verlos, además repartirían juguetes. Menuda emoción, aunque las dudas atenazaban su corazón, porque la ciencia infusa no lo había alcanzado. Más bien al contrarío, Dios lo sometía a pruebas muy duras cada vez que participaba en actos que tuvieran relación con él.
Al fin llegó ese día. Sus parientes bajaron en coche, que ya no era poco, hasta el Salto. Allí, en una sala abarrotada de padres con sus hijos, sería el magno acontecer. Sobrecogido su ánimo, esperó con impaciencia a que se abriera aquel lienzo que ocultaba el escenario. Se apagaron las luces y el alboroto que precediera al apagón se convirtió en un silencio total. Casi se oía el palpitar de los corazones. Se desplazó con lentitud el telón que ocultaba toda la verdad y allí, en aquel escenario celestial, estaban los tres Magos. ¡Sí, sí, allí estaban! Eran ellos. Sus túnicas, sus barbas, sus turbantes. El negro, el negro tenía la piel negra de verdad. Aquellas vestimentas fastuosas, sólo podían ser de Oriente. Pero además, paquetes, cajas y toda suerte de regalos los rodeaban. Real no sería, pero soñando aquel niño seguro que no estaba. Palabras, mensajes del cielo, consejos para que fuera bueno, estudiase, amase a sus padres. En definitiva, un cristiano ejemplar, y aquellos seres se mostrarían dadivosos; su generosidad y desprendimiento no podría describirse con palabras.
Así debía ser, porque después de aquella perorata que parecía no acabar nunca, comenzaron a llamar a niños por su nombre y apellidos. Éstos subían a aquel solemne estrado y allí eran agasajados los infantes e infantas por sus altezas orientales. Uno entregaba caramelos, otro juguetes y, es posible, que el negro los higos, porque aquel personal racista ya era. Llamaban ora un niño, ora una niña. Iban desfilando con regocijo y regresaban con sus padres, anonadados y llenos de estupor.
Aquel frustrado católico era modesto y sabía que no tenían por qué llamarlo de los primeros. Pero bueno, aquello ya era preocupante. Habían pasado muchos y su nombre no acababa de sonar en la sala. Tenía incluso algún amigo entre los afortunados. Cada vez que nombraban uno de ellos se imaginaba que a continuación, en la lista, estaba él. Seguro que era el último… ¡Ya era el último para todo! Él nunca tenía suerte.
¡Oh, desdicha! Lo que creyó una pausa, no era tal. ¡Habían dejado de llamar niños! No había más. ¡Sólo quedaba él! ¡Dios! Otra vez la injusticia. ¡Otra vez aquel nudo en la garganta que lo ahogaba! Aquel dolor en su interior que hacía temblar su barbilla sólo podía acabar en llanto si no se reprimía. Pero había mucha gente en la sala, ya lloraría cuando estuviese solo.
¿Tan malo podía ser para no merecer ni un caramelo? Sí, muy cierto que no era inteligente, pues en la escuela destacaba más por torpe que por despierto. Nunca entendía nada. El Credo era muy largo para aprendérselo de memoria. Y en cuanto a ser travieso, no era ni más ni menos que alguno de aquellos que habían merecido el obsequio de los Reyes Magos de Oriente. ¿Cómo podía ser que llamándome igual que el padre putativo del niño Jesús, los Reyes me hicieran aquel desprecio? ¡Además, para qué coño me habían llevado a allí, si no merecía nada! Ya podían irse a la mierda aquellos farsantes. Tenían razón los amigos a los que los mayores llamaban pillos.
Nunca, nunca más volvería a ser tan iluso. ¡Pobre infeliz! Seguí siendo un iluso toda mi vida.

Haxa salú

(Extracto del libro "Cuando los ferreiros forjan museos. Diario de un quijote"


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