Al llegar a cierta edad es cuando
descubres que los mitos o las leyendas son solo eso. No es precisamente porque
la ficción sea un descubrimiento en el que solo llegando a viejo se manifieste
la revelación. La candidez se pierde mucho antes, pero la quimera de la
tradición no llega a manifestarse nunca ni
tampoco desaparece del todo. Recuerdas las narraciones que los mayores contaban
y sobrecogían tu asustado ánimo que, en la soledad del oscuro cuarto donde
debías dormir, se acentuaba. Es posible que aquellas historias no fueran cosa
seria, porque aquéllos que las relataban se reían. Pero ¡quién podía comprender
los extraños fenómenos que desde el más allá nos amenazaban continuamente!
¿Cómo se podía permanecer indiferente ante a
Lapasinza, el Home del saco, el Papón, a Bruxa, el Trasno, as Encantadas, el
Sumicio, el Demo burlón, el Nuveiro, a Zamparrampa y varios más?.
¿Por qué esta querencia hacia los
miedos ancestrales? ¿Qué motivo nos mueve a insistir sobre esos mitos, que
perdieron su poder ante los cambios que se gestaron en una sociedad cuyos
valores son puramente económicos? Hoy, tanto los entes que asustaban a los
niños como los ocultos tesoros, deben ser buscados en los medios de poder; que
además manejan las mentes como hilos, al final de los cuales, pendemos como
indefensas marionetas de una ingente masa que, ineluctablemente, nos mantienen
en vilo.
Fue en el pasado y es en la
actualidad un fenómeno que afecta a los grupos sociales menos instruidos,
convirtiéndonos así en los más vulnerables, papanatas de los rayos catódicos o
del cuarto estado de la materia. Por lo tanto, como nada importa que nos imbuya
más en el estado hipnótico, volvamos a esos inofensivos y fantásticos mitos.
Fue a Lapasinza un ser nada mitológico, cuya ocupación consistía en
esparcir la ceniza y desordenar la cocina
de lareira. Naturalmente, al
cambiar esa lareira por las modernas
cocinas de carbón o económicas, quedó sin ese lugar en el cual se entretenía
después que los miembros de la casa se iban a dormir. Su quehacer era altamente
sonoro, e igual que su primo el Trasno,
podía causar una gran inquietud entre aquéllos que dedicaban unas horas al
merecido descanso. Reposo que sin saber muy bien por qué, lo alteraba más en la
época invernal que en la estival o de faenas agrícolas; pues hete aquí que las polavilas, sólo eran propias de tiempos
más desocupados, en que la Lapasinza, la Zamparrampa y el Trasno, que todo lo
trastocaban en la casa, tenían un protagonismo mayor.
No se trata de desprestigiar a
tan dignos representantes de la noche, pero sí enmarcarlos dentro del periodo o
jornada que les compete en el ciclo vital del campesino. No es lo mismo dar
la lata al que se levanta a las nueve
que al que lo hace a las cinco de la mañana. Además, tampoco es tan
influenciable el que madruga si lo esperan las duras faenas agrícolas.
As
Encantadas, por
regla general, eran mujeres que sin saber muy bien por qué, quedaban sujetas a
un sortilegio que las mantenía eternamente ocultas. Ocultas relativamente, pues
las noches de clara luna, podían ser vistas por algún apuesto galán cuando se
peinaban con sus peines de oro en aquellos manantiales de cristalinas aguas,
que nadie sabía donde manaban. Cierto es que busqué en esas fuentes que fluyen
en los montes después de la invernada, y jamás vi huellas de tan míticos seres.
Es posible que sus aposentos estén en desconocidos veneros o fluvial hontanar,
donde ese líquido -para as Encantadas-,
brota sin disminuir su caudal durante todo el año. La fantasía durante el
pastoreo, en la soledad de los bosques, obligaba a buscar con ahínco alguna
bella dama, a la que se podía haber “dejado encantada”.
Trato a parte merecen as bruxas, desgreñadas damas cuyo cometido
tiene la particularidad de influir en la vida de los humanos y, algunos de
ellos, llevamos un diente de la raíz de una liliácea para neutralizar los
nefastos efectos de semejantes seres. En el pueblo de Villarpedre, tierra de
mis abuelos maternos y muy dados a esta creencia, posiblemente sus habitantes de dividieran en
dos bandos: las brujas y los que creían en ellas. Lo grave es que nunca se
sabía cuales eran unos u otros. Pero véase una muestra: en cierta ocasión, un
pariente del que esto cuenta, pasó con el rebaño de ovejas ante una encantadora
nigromántica y en el acto cayeron 19 ovejas como fulminadas. Menos mal que
pasado un rato se recuperaron. Pero lo ocurrido sirvió para demostrar que no
era encantadora. Era más bien fea. De todas maneras… haberlas hailas. ¡Qué se lo pregunten a mi tío Quico!.
No faltaba tampoco la búsqueda de
los tesoros ¿Quién podía renunciar a encontrarse con aquella enorme piel de uro
llena de monedas? O ese carnero, que el muy cabrito, escondía su áureo
vellocino. El caballero y su caballo,
todo unido como ecuestre figura, del despreciable metal. Y para hacer más
codiciado un tesoro, alguien fabricó, con aurum, unos bolos con su bola y los
ocultó en sabe dios que cueva. Tanto era así, que hasta los yacimientos
arqueológicos sufrieron la agresión de esforzados campesinos que creían poder salir
de la miseria, cavando con denodado tesón, las ruinas de aquellos moros que
habían dejado sus fortunas para riqueza de ilusos.
Creo que del Papón y del Home del Saco
hablaremos en otra ocasión.
Haxa
salú
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