Hace muchos años, íbamos paseando
por una playa un amigo y yo.
Me interesé por cierto pez que
nadaba en las aguas someras, delante de nosotros, y cada poco se introducía en
la arena. Cuando lo sacábamos de su escondijo, nadaba un buen trecho y otra vez
se repetía, con rápido aleteo, el hurgar en el arenoso sedimento, que lo hacía
invisible salvo por aquella arma, que en su aleta dorsal, permanecía
semienterrada y portaba el veneno. Anda y charla, y después de un buen trecho,
sentí un gran dolor en mi pie derecho. Fue tan agudo que creí que me había
seccionado el dedo pulgar con una botella rota. Ni siquiera me atrevía a sacar aquel
pie tullido por la agresión, del agua. Cuando Mandi, mi amigo, vio lo ocurrido
me dijo: -A ver si te pinchó un “escorpión”. ¡Un escorpión! ¿Con la poca agua
que había? ¡No podía ser! Pero…¡hay amigos! ¡sí era! Era ese pez que su nocivo
veneno lo hace digno de tal nombre.
Desde aquel día me prometí que si
volvía a la playa, lo haría en madreñas o en botas de goma. A mi esposa le
pareció ridículo que fuera con semejante calzado, así que no volví en bastante
tiempo.
Lo hice no hace mucho, impelido
por la familia. Me puse a la sombra de un parasol, ¿…o quitasol? a cien
metros al menos de la orilla de esa procelosa
mar, que alberga en sus aguas la “escofina”. Allí medité sobre esa
teoría darvinista que dice que todos los seres evolucionaron partiendo de los
océanos. Será así, pero el género humano tiende a la involución: vuelve a la
playa en verano. ¡Aquello estaba lleno de gente, pero, salvo alguna sirenita
que había sustituido en tierra su escamosa cola por dos bellas piernas, lo que
más se veía eran adiposos seres, emparentados con la marsopa y el león marino.
No entiendo mucho de cetáceos, pero de verdad que los humanos tendemos a
parecernos a ellos. La querencia hacia el lugar de origen es para calentar la
sangre (como la iguana).
Haxa salú
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