Si no fuera sido tan abúlico, escribiría
más historias que, interesantes o no, entretendrían mis días de vejez.
Hallábame un día –digo más bien una noche- cenando las
raspas de cierto pescado, fruto de los sobrantes de una frugal comida (digo
frugal, porque casi no comí), y hete aquí que esas raspas, con algo de músculo,
eran espacio ocupado por el estómago, cuando la caballa estaba buceando en la
mar. Aquella, o aquel ser vivo de atigrada piel, miraba con su opaco ojo, fruto
del desmesurado calor del horno, al comensal que, armado de tenedor y cuchillo
(no pala), iba a saciar su apetito, con lo poco que de él quedaba.
Miraba sin reproche, pero no con
satisfacción y dijo:
-“No ha mucho,
me tildaban de pescado azul (por haberme sacado del agua), porque soy muy graso
y no apto para ser consumido por humanos débiles o enfermos. Hoy, ya ves, mi
grasa rica en omega va bien, no sólo para el corazón, sino parece ser que
aumenta el coeficiente intelectual, pues aunque mi espina dorsal carece de la
vértebra atlas y termina en un diminuto cerebro (cráneo), aumenta esa
capacidad, en la masa informe que se aloja en el espacio craneal humano, que al
estar compuesta en un 80% de grasa, se complementa con mi oleica proteína. Por
lo tanto, querido amigo, agradece mi gran aportación a tu subsistencia y
disfruta de mi sabor que, en compensación por no ser abadejo, merluza, mero o
lubina, cuida, si no tus papilas, al menos de tu salud.
No me quedó que decir. Cené conforme,
con la satisfacción además de que no había otras viandas sobre aquella mesa.
Sigue ahora la profunda mirada de aquellos
ojos de pez teleósteo, azul, verde y rayas negras, como la cena, recordándome
mi acertada ingesta, porque a falta de pan, buenas son…
Haxa
salú
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